Memorias de dolor, guerra y desplazamiento en Colombia

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Constanza López Baquero
University of North Florida



El presente artículo analiza el papel decisivo de la memoria femenina ante el conflicto armado en Colombia. Las mujeres han sido las principales víctimas del desplazamiento forzado, así como sus cuerpos han sido considerados botines de guerra y muchas han sido torturadas, desaparecidas y asesinadas. Ante este panorama desolador, muchas mujeres en Colombia han decidido buscar la paz a través de la memoria. Este estudio investiga la manera en que estas mujeres se han resistido a la invisibilidad y cómo han hecho frente a la violencia que amenaza con exterminar sus formas de vida. Analiza cómo sus modos de expresión, que van desde las manifestaciones callejeras hasta la música, el teatro y el testimonio, les sirven para entender la guerra, apropiarse de la historia del país, cambiar sus roles dentro de la familia, la comunidad y la nación, y hacer que sus voces y sus propuestas sean escuchadas.


 

A Alicia, Luz Eugenia y su hijo, Juan David, guías de la memoria.

Puntualizar el principio del conflicto armado en Colombia es una ardua tarea que la academia colombiana ha debatido por años. Hay quienes hablan de una pugna perpetua desde mucho antes que Colombia se constituyera como nación. Otros, tal vez la mayoría, identifican la época de la Violencia (1948-1964) como el principio del conflicto actual.1 De ahí que la frase “más de medio siglo de guerra” se haya convertido en un cliché que denomina no solo la duración sino también la desesperanza de los colombianos ante tanta devastación. El conflicto armado en Colombia ha sido a través de los años un cúmulo de violencias, traumas y memorias que muchas mujeres, hoy en día, se han encargado de visibilizar aun cuando a ellas mismas, tanto el estado como la sociedad, las han querido mantener al margen.

En medio de la guerra, las mujeres en Colombia han soportado pérdidas incalculables. Más de la mitad de las víctimas del desplazamiento forzado en el país son mujeres, sus cuerpos han sido considerados botines de guerra, y muchas han sido torturadas, desaparecidas y asesinadas. Los medios oficiales culpan a la guerrilla. Sin embargo, la violencia y la desintegración social que resulta de ella tienen que ver con los conflictos entre varios grupos armados legales e ilegales -guerrillas, paramilitares y el ejército-, la represión del estado, el sistema económico del neoliberalismo, una larga tradición de sexismo y racismo, y, quizás el factor principal, la impunidad. Ante este panorama desolador, muchas mujeres han decidido buscar la paz. Para encontrarla se han dado a la tarea de recordar, porque la paz no puede construirse a partir del olvido y un “perdón” impuesto, fundado en la obliteración y la borradura. Por el contrario, como ellas mismas dicen, la reconciliación sólo se puede lograr desde la memoria, la justicia y la reparación. Ellas constituyen un grupo variado, son madres, esposas, hijas, indígenas, afrocolombianas, mestizas, blancas, víctimas, agentes, combatientes, académicas y políticas. Todas comparten, no obstante, la condición de sobrevivientes. El presente estudio analiza la manera en que estas mujeres se han resistido a la invisibilidad en que se les ha querido mantener y cómo han hecho memoria frente a la violencia que amenaza con exterminar sus formas de vida. Examina cómo sus modos de expresión, que van desde las manifestaciones callejeras, la música, el teatro y el testimonio, les sirven para entender la guerra, apropiarse de la historia del país, cambiar sus roles dentro de la familia, la comunidad y la nación, y hacer que sus voces y sus propuestas sean escuchadas.

Pocas personas fuera de Colombia están familiarizadas con la situación de la mujer en el conflicto armado en Colombia. La razón es que a través de este conflicto se ha querido oscurecer y muchas veces borrar la historia, el día a día de miles de colombianos y en particular colombianas que sobreviven en medio del terror de la guerra. Muchas veces, en mis clases o conversaciones con colegas, cuando abordamos el tema colombiano me veo en la dificultad de explicar que hay una guerra que se libra en remotos lugares, casi siempre lejos de las zonas urbanas. También es difícil especificar quiénes son los actores armados de esta guerra invisible. La gente entiende que hay guerrillas y narcotráfico pero no todos saben de la influencia de los paramilitares y los militares, y de sus alianzas con las élites nacionales e internacionales. En Colombia la situación no es muy diferente, ya que no hace mucho, el ex-presidente Álvaro Uribe declaró que en el país no había un conflicto armado, y muchos colombianos, hasta el día de hoy, comparten esa opinión. El reciente reporte del Centro de Memoria Histórica (2013) así lo explica:

La guerra se ha librado mayoritariamente en el campo colombiano, en los caseríos, veredas y municipios, lejanos y apartados del país central o de las grandes ciudades. Es una guerra que muchos colombianos y colombianas no ven, no sienten, una guerra que no los amenaza. Una guerra de la que se tiene noticia a través del lente de los medios de comunicación, que sufren otros y que permite a miles de personas vivir en la ilusión de que el país goza de democracia plena y prosperidad, a la vez que les impide entender la suma importancia de cada decisión, afirmación o negociación política para quienes la sufren. Quienes viven lejos de los campos donde se realizan las acciones de los armados ignoran que, por ejemplo, un acuerdo que pacte un cese al fuego representa para esos campesinos y campesinas la diferencia entre quedarse o huir, entre vivir o morir. (22)

Esta actitud de negación del conflicto se evidencia en la simplificación de este por parte de las clases privilegiadas, quienes se han opuesto a las conversaciones de paz que el gobierno de Juan Manuel Santos ha adelantado con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).2 Aunque la comunidad internacional ha apoyado al gobierno de Santos, para muchos en el país es poco más o menos imposible creer que la paz sea posible, ya que han sido muchos los intentos y casi todos con resultados desastrosos. Vale como ejemplo los diálogos de 1984 y 1985 entre el gobierno de Belisario Betancur, el Movimiento 19 de abril (M-19), el Ejército Popular de Liberación (EPL), la Autodefensa Obrera (ADO) y las FARC que dieron como resultado la creación de la Unión Patriótica (UP), un partido político que se convirtió en una alternativa para muchos colombianos cansados del bipartidismo tradicional.3 Desafortunadamente, sus miembros, muchos de ellos abogados, políticos y trabajadores de derechos humanos, fueron víctimas de ataques tanto del ejército como de los paramilitares. La mayoría de sus líderes fueron asesinados, entre ellos los candidatos a la presidencia Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa, y se calcula que fueron casi 5.000 las víctimas que aún hoy no han recibido justicia.4 Por otro lado tenemos el ejemplo de los diálogos que lideró el ex presidente Andrés Pastrana con las FARC (1998-2000), los cuales dejaron en ridículo al gobierno que, en su afán por firmar la paz, le otorgó a la guerrilla varios municipios del territorio nacional como zona de distensión, sin obtener nada a cambio.5

Dichos fracasos han creado desconfianza en la población, que duda tanto de la buena voluntad de los grupos armados, como de la capacidad del gobierno de Santos de hacer un buen trabajo. A esto se une la campaña que el ex presidente Uribe y sus seguidores han hecho en contra del proceso de paz y, simultáneamente, para complicar más las cosas, los procesos legales en contra de colaboradores cercanos a Uribe, a los cuales se les acusa de paramilitarismo, narcotráfico y genocidio.

El recrudecimiento de la guerra en los últimos años del siglo XX y los primeros del presente, tiene como protagonistas a las organizaciones paramilitares, las cuales surgieron en los años 80 cuando al grupo revolucionario M-19, hoy desmovilizado, se le ocurrió secuestrar a familiares de notorios narcotraficantes para financiar sus actividades guerrilleras. Como respuesta, estos poderosos empresarios-delincuentes crearon el grupo MAS, Muerte a Secuestradores, precursor de este nuevo actor de violencia en país. Amparados en las armas, primero del narcotráfico y luego del gobierno, los paramilitares han sido causantes de tragedias irreconciliables. En su lucha por el poder, los grupos armados en Colombia (paramilitares, guerrillas y ejército) han ocasionado el desplazamiento forzado de casi 6 millones de personas según la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (CODHES) y la desaparición de 51 mil personas.6

Si bien es cierto que durante la administración del ex presidente Uribe se desmovilizaron las Autodefensas de Colombia (AUC), el grupo paramilitar más conocido, hoy en día sufrimos la consecuencia de tal desmovilización. Primero porque se confirmaron verdades difíciles de aceptar, en particular que quienes se han beneficiado de este conflicto han sido altos miembros del gobierno, las familias más influyentes del país y las empresas extranjeras. Segundo, porque después de la desmovilización que empezó en el 2005, han surgido más de 70 grupos paramilitares que todavía operan en todo el país. El documental Impunity, de Hollman Morris, muestra cómo la ley 975 de Justicia y Paz que impulsó Uribe, les falló tanto a los paramilitares, como a las víctimas, los jueces y quienes creyeron en ella. Todos los involucrados sufrieron la represión, muchos han muerto; de los cabecillas de los grupos paramilitares, catorce han sido extraditados a los Estados Unidos -no por crímenes de lesa humanidad, sino por narcotráfico- y nadie siente que se haya hecho justicia. De los 48.000 casos que se denunciaron entre el 2005 y el 2010, solo 273 familias saben lo que pasó con sus familiares. En cuanto a los grupos que se suponía iban a reinsertarse a la sociedad, no encontraron apoyo del gobierno. Tenemos que tener en cuenta que para ambos grupos, guerrilleros y paramilitares, la actividad ilícita es su fuente de ingresos y una vez se entregan las armas, quedan sin empleo. Hoy en día, muchos de los que pertenecieron a las AUC han formado otros grupos paramilitares, ya con diferentes nombres, pero con el mismo cometido: robar tierras con fines agroindustriales y participar del negocio del narcotráfico.

La excusa del conflicto ha sido siempre erradicar los grupos de izquierda, pero en realidad quienes han pagado el gran precio de la guerra son personas inocentes y en su mayoría mujeres. A partir de aquí voy a referirme a documentales, obras de teatro, testimonios en video que circulan en YouTube y testimonios escritos que nos hablan de cómo las mujeres mantienen viva la memoria mientras sobreviven en medio del conflicto armado en Colombia.

La contribución de las mujeres a las teorías sobre el testimonio, el trauma y la memoria ha sido ingente. Es por ello que para este análisis es importante recordar los trabajos de Cathy Caruth, quien en Unclaimed Experience (1996) puntualiza que el trauma es una herida que se localiza en la mente (3). Esta herida es recurrente y está ligada al recuerdo. Al hacer memoria la herida vuelve a abrirse y se apodera de la historia, haciendo imposible la curación: “The traumatized, we may say, carry an impossible history within them, or they become themselves a symptom of a history that they cannot entirely possess” (Trauma 5). La única manera de poseer la historia es transformándola en una memoria narrada que al ser contada sea un poco diferente a la realidad vivida (Trauma 153). A pesar de que el trauma afecta la psiquis, el horror se narra a través del cuerpo; en The Body in Pain (1985), Elaine Scarry explica la imposibilidad de expresar el dolor, sobre todo en los relatos de tortura. Sin embargo, a través del cuerpo se externaliza y se hace visible el trauma privado y personal. Suzette Henke, en Shattered Subjects (1998), propone que el sujeto que ha padecido el dolor del trauma es como el espejo o el cristal que se despedaza.

La pregunta entonces es ¿cómo pueden las mujeres en Colombia reunir los cristales cuando estos están molidos? Esta cuestión es realmente inquietante ya que la única forma de reconstruirse como sujetos y de reconstruir la nación es a través de la memoria. Sin embargo, el prolongado conflicto ha dejado memorias superpuestas, oblicuas, históricas y jóvenes; memorias de dolor que oscilan entre el perdón y el olvido, entre el recuerdo y la justicia, entre la vida y la muerte, entre la literalidad y la ejemplaridad.7 Estas memorias, a partir de la segunda década de nuestro siglo, se han desbocado hacia la ocupación de espacios públicos y virtuales que ofrecen la posibilidad de hacer presencia, de convocar, de exponer y exponerse, de visibilizar y exigir. Las memorias en Colombia son plurales e inclusivas pero siempre expuestas a la obliteración, porque son memorias que se hacen en medio de la guerra, y aunque exigen justicia, esta está todavía lejos de obtenerse. Juan Carlos Vélez Rendón ha comentado:

[En Colombia] no se han creado las condiciones y los canales institucionales para enfrentar de manera conjunta la experiencia de la violencia y construir una memoria colectiva que tenga un carácter “ejemplar”. Los esfuerzos individuales, localizados y aislados, que han dado origen a las entrevistas y a la literatura testimonial… están comprendidos bajo el ámbito de las memorias autobiográficas y permiten a algunas personas plantearse el problema de la violencia y, de cierta manera, conducen a la superación de experiencias traumáticas particulares. En esta medida, se constituyen en memorias ejemplares y, gracias a que permiten el establecimiento de vínculos entre lo individual y lo colectivo, pueden aportar a la superación del fenómeno general de la violencia. (3)

En el 2011, por primera vez, el estado colombiano promulgó la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, que podría convertirse en el medio por el cual las cinco millones y medio de víctimas registradas obtengan justicia. Sin embargo, la iniciativa del presidente Santos hasta ahora ha tenido logros parciales, ya que el gobierno no ha solidificado el apoyo que las víctimas requieren para no caer en círculos viciosos y burocráticos que las victimice aún más.8 De ahí que la producción cultural que gira en torno a la memoria, en particular la femenina, sea vital. Como explica Tzvetan Todorov: la memoria es el derecho de quienes han sufrido traumas excepcionales y en el caso colombiano recordar y hacer testimonio es una obligación (9). Es también la forma en que se puede presionar al gobierno para que actúe.

El documental Impunity (2010) comienza con una voz en la oscuridad y luego la foto de tres jóvenes sonrientes. Esta voz relata, con un tono controlado, el momento cuando su hermanito, el más chico de la fotografía, se trepa a un guayabo. De repente, llega un grupo de paramilitares, el niño se cae del árbol y quiere echarse a correr pero los hombres lo alcanzan y le cortan la cabeza. Como las autoridades no llegan a levantar el cadáver, la hermana carga el cuerpo del niño y la madre su cabeza y así caminan a su casa. Ya para este momento en el documental la voz se ha roto. Es ver y escuchar a esta mujer, narrando un dolor inenarrable, que carga de significados las teorías con las que llevo trabajando años: el trauma de la joven se expresa en el cuerpo, en las acciones, en la obsesión con que repite que el chico solo tenía doce años. En sus palabras: “No sé cómo, ni bajo la influencia de qué matan a una persona. Pero no es a una persona a la que matan, es a toda una familia…Tratamientos sicológicos o siquiátricos, uno no es capaz de reponerse, de esto van a ser doce años. Se revive, duele, nunca va a borrarse de la mente, es como una película rebobinando…” El trauma de esta mujer es obviamente el del país. Veena Das expresa: “the experiences of loss in the flow of everyday life makes the voices of women ‘public’ in the process of mourning” (68). Las mujeres sobreviven con el dolor que muchas veces hacen público porque están convencidas de que lo que no se cuenta no existe y de allí sacan fuerza para hacer memoria.

Según el reporte de mayo del 2012 de la Secretaría General de las Naciones Unidas acerca de la violencia sexual en zonas de conflicto, la violación y las amenazas a mujeres activistas y en particular a afrocolombianas e indígenas son graves. La mayoría de las mujeres que han sido entrevistadas han reportado amenazas, coerción y otros abusos que las autoridades no investigan. Esta falta de protección es evidente ya que muchas de estas líderes y sus familiares han sido asesinadas en los últimos años. Circulan en YouTube homenajes a activistas comunitarias emblemáticas tales como Yolanda Izquierdo, una mujer desplazada del departamento de Córdoba y líder de la Organización Popular de Vivienda (OPV). Su labor en busca de la restitución de las tierras que les fueron arrebatadas a cientos de familias de esta región, le ganó la enemistad de miembros de grupos paramilitares quienes ordenaron su asesinato en el 2007. Gracias a su sacrificio y su legado, finalmente en el 2013 se les devolvió la tierra a estos campesinos a través de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras.

Igualmente, Ana Fabricia Córdoba, una mujer desplazada de la zona de Urabá, Antioquia, a quien asesinaron en junio de 2011. Córdoba era una reclamante de tierras que pertenecía a la Ruta Pacífica de las Mujeres.9 Desde 1995 había sufrido persecución tras la desaparición forzada de su marido y uno de sus hijos en Urabá. Por este motivo se trasladó a Medellín, donde se convirtió en una importante líder comunitaria. Allí recibió amenazas y sufrió la muerte de su segundo hijo en el 2010. Aun después de su muerte, el ensañamiento en contra de su familia ha continuado y el 1 de febrero del 2014 asesinaron en Medellín a Carlos Arturo Ospina, el tercero de sus hijos. Esta acumulación de actos de violencia da pie a una serie de memorias que las mujeres en Colombia se han dado a la tarea de organizar y documentar. Para recordar a las víctimas se ha fundado el Proyecto Rosa en proyectorosa.com. Lleva el nombre de Rosa Amelia Hernández, otra mujer desplazada cuya labor es conseguir abogados, sicólogos y servicios a otros desplazados y a mujeres que han sido violadas. El propósito del sitio web es el de hacer visible el conflicto, manteniendo viva la memoria para que no se repita. El listado de los nombres de víctimas que se alternan en la parte superior de la página web indica que, a pesar de que la memoria debe ser un esfuerzo colectivo, no hay que olvidar que las víctimas tienen nombre, fecha, lugar y presencia.

La situación de las mujeres afrodecendientes en la zona del pacífico ha sido documentada en The War We Are Living (Damon 2011), uno de los cinco episodios de la serie Women, War and Peace que salió por PBS. El documental nos presenta la lucha de Clemencia Carabalí y Francia Márquez, dos activistas que viven en el departamento del Chocó. Esta zona, habitada en su mayoría por afrocolombianos, es rica en agricultura y minería y, como ellas mismas explican, los intereses de las multinacionales, quienes pretenden establecer allí sus megaproyectos, entran en conflicto con la forma de vida de los habitantes. El episodio muestra cómo dos mujeres logran impedir la usurpación de sus tierras mientras reciben constantes amenazan de grupos paramilitares. La disputa por las tierras ancestrales lleva a Carabalí hasta Washington y es a través de la ayuda del gobierno estadounidense que logran ganar una batalla, pero la guerra aún continúa.

El Chocó es una de las zonas más invisibles en Colombia, pero recientemente se ha dado un interesante fenómeno de visibilización de la región y de “lo afro” a través de la música y en particular del Hip Hop. Uno de los grupos musicales más conocidos es ChocQuibTown, ganador de un Latin Grammy en el 2010 con la canción “De donde vengo yo”. Dicha canción reclama el olvido en que se ha mantenido al Chocó y reivindica la tierra y la herencia afrocolombiana. La voz principal de este conocido grupo es la de Gloria Martínez “Goyo”, una mujer comprometida con su cultura. En sus letras propone una revaloración del concepto de la raza y lo afrocolombiano y, además denuncia la situación de su gente en medio del conflicto armado. En “De dónde vengo yo” describe la riqueza de su tierra y los problemas a los que conlleva habitarla, como el desplazamiento forzado que ha afectado a los afrocolombianos en particular. Según el “Proyecto de Víctimas” de la revista Semana, uno de cada cinco desplazados en el país pertenece a esta etnia. Para la agrupación, el dilema mayor de los afrocolombianos es que sus tierras son fértiles y ricas en oro y metales preciosos. En la canción “Oro”, Goyo delata los intereses extranjeros en la región del Pacífico:

A mi tierra llegó un fulano
llevándose todo mi oro
vestido de blanco entero
y con acento extranjero
prometió a cambio de oro
dejarme mucho dinero
el tipo de quien les hablo
nunca más apareció
cogió mi metal precioso
y todo se lo llevó.


ChocQuib Town, "Oro".

La música es un vehículo de creación de memorias y en Colombia los jóvenes se han dedicado a cantar el conflicto armado en una combinación de ritmos autóctonos como el vallenato, la champeta, la cumbia y el currulao, y de ritmos foráneos como el rock, el heavy metal y el rap. Pilar Riaño ha examinado el lugar de la memoria en los barrios de Medellín donde se ha vivido la violencia de forma descarnada y cómo la gente lidia con el trauma marcando los lugares del dolor y reclamándolos como propios. La música en estos sitios es primordial, primero porque suena en todas partes. Segundo, porque tiene la capacidad “to recall past events and to describe collective feelings and social memories… music is the key tool for activating youth’s remembering because music has the power to take one back in time and place” (283). La música en Colombia hace parte de manifestaciones, obras de teatro y documentales, vinculándose al arte callejero, murales y graffiti, para constituir un conjunto de memorias que recrea y modifica el imaginario colectivo.

También el cine participa de esta resistencia a la negación y el olvido. Un claro ejemplo lo podemos encontrar en Violeta (2009), cortometraje animado realizado por el Centro de Derechos Humanos y Litigio Internacional (CEDHUL). Los dibujos animados muestran una historia que es real, la de una mujer que, como muchas otras, sufrió la desaparición forzada de sus hijas. Violeta las busca y encuentra indiferencia tanto de la población como de la justicia. Para mantener vivo el recuerdo de sus hijas teje una manta que incomoda a quien la ve porque cuenta una verdad que se quiere ocultar. La narradora del cortometraje nos brinda un claro mensaje: “la impunidad que reina en Colombia frente a la violencia sexual y a las desapariciones forzadas han convertido a las mujeres en víctimas ocultas del conflicto armado” y al final nos lanza una pregunta retadora: “¿Cuántos años y cuántas vidas faltan para que los pobladores, otras madres, otras hijas y otros nietos, el estado y la justicia actúen?” (Violeta). Como en cajas chinas, el cortometraje nos presenta varias formas de arte que convocan la memoria: una muestra cinematográfica que, mediante el colorido de la animación, responsabiliza al estado con un mensaje contundente que además ha sido tejido por una mujer.

El poder que tiene el oficio tradicional de tejer en situaciones donde la violencia es extrema y el miedo amordaza es ya conocido, puesto que tenemos como referente a las arpilleristas en Chile. En determinadas circunstancias, el tejido puede convertirse en una actividad disidente y también en un medio por el cual las mujeres se unen en una labor que puede ser el principio de una conversación y la colaboración entre ellas. Este tipo de arte ha sido documentado también en varios textos colombianos. En Escrito para no morir: Bitácora de una militancia (2000), la ex combatiente del M-19, María Eugenia Vásquez Perdomo, cuenta que en 1981 la columna militar de la que hacía parte fue interceptada por los militares. Luego de haber sido torturada, fue trasladada a la cárcel del Buen Pastor, en Medellín, una cárcel administrada por monjas. Cómo era presa política, las monjas le censuraban la escritura y la lectura. Por esta razón, ella, junto con sus compañeras, se dedicó a tejer. El tejido, como la escritura, comunica, llega al otro, y en las narrativas de memoria existe una estrecha relación entre la escritura y el tejido. Aún más, el tejido se ha usado como metáfora de lo que se hace al recordar (tejer memorias) y al escribir (se teje un relato). Las mujeres subvierten el sentido convencional de esta labor al convertirla en colaboración, comunicación, compañerismo y creación.

El tejido aparece también en Espiral de silencios (2009) de Elvira Sánchez-Blake, una novela que presenta la violencia creada por los enfrentamientos entre paramilitares y guerrilleros. La novela relata las historias de tres mujeres víctimas de la violencia y muestra la desintegración familiar y social en el contexto de la guerra. Sus historias giran alrededor del telar donde se depositan los dolores y la historia. El tejido llena de significados el papel de la mujer en medio del conflicto; es ahí donde ella es creadora de memorias que confrontan al otro y lo exponen a conocer otras verdades.

La labor de tejedoras conecta a mujeres indígenas de las tribus Awá, Kankuamo y Nasa, quienes nos brindan su testimonio en el documental We Women Warriors: Tejiendo sabiduría (2012). Doris, Ludis y Flor Ilva relatan sus dolores y sus pérdidas, y cómo los grupos armados han afectado a sus familias y comunidades. Como respuesta a la violencia que las oprime, estas mujeres han logrado hacer historia al unirse para participar, junto a representantes de sus tribus, en manifestaciones que demuestran el compromiso de los pueblos indígenas colombianos con la memoria, la justicia, la reparación y la paz.

Desde mediados del siglo XX, el teatro colombiano ha cobrado gran importancia en Latinoamérica y el mundo. El Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, fundado por la colombo-argentina Fanny Mickey, por ejemplo, es uno de los más reconocidos y concurridos del mundo. No sorprende entonces que el teatro, cuando se compromete con la educación, la visibilización, la verdad y la justicia, sea también el vehículo con el que muchas mujeres han dado a conocer sus experiencias. Esta es la misión de la obra “Huellas. Mi cuerpo es mi Casa", de Patricia Ariza, que se estrenó el 26 de octubre de 2013 en el teatro Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá. El proyecto se realizó con el apoyo de una beca de creación sobre arte y memoria del IDARTES y de la Alta Consejería para los Derechos de las Víctimas, la Paz y la Reconciliación. La obra es una colaboración de artistas y víctimas del desplazamiento forzado, quienes comparten el escenario para darnos a conocer las historias de los desplazados y así “mantener viva la memoria para reconstruir el tejido social a partir del relato” (Colombia). El cometido de la obra es inmenso ya que logra sensibilizar al público y mostrar otra cara del desplazamiento. Por ejemplo, en una de las escenas una mujer grita con dolor: “Se me quedó el álbum con las fotos, se me quedó mi casa…” (“Huellas”). La sencillez del lenguaje con que se expresa la obra despierta miedos terribles en los espectadores, quienes logran ponerse en la situación de la víctima y preguntarse cómo sería tener que abandonar el hogar en circunstancias forzosas, perdiendo así la certidumbre, los arraigos y lo irrecuperable.

Kilele (2004) es el título de la obra de teatro de Felipe Vergara y Catalina Medina. Ganadora de una beca de creación del Ministerio de Cultura en el 2005, trata de “la influencia del conflicto armado en la cultura tradicional del Atrato” (Vergara). El Atrato es uno de los ríos más importantes del país, ya que pasa por zonas de gran riqueza, desde el Pacífico hasta el golfo de Urabá. Además, arrastra consigo concentraciones de oro y platino. La obra nos presenta un episodio de la historia colombiana cuando la guerrilla de las FARC y el grupo paramilitar AUC tuvieron fuertes enfrentamientos por el control de la zona que desembocaron en la masacre de Bojayá (2002), cuando los guerrilleros “lanzaron un cilindro de gas que destruyó la iglesia donde se habían refugiado algunos habitantes de la comunidad. La explosión causó la muerte de 79 personas, 48 de ellos menores de edad y dejó 167 de heridos” (Jaramillo 1). Para escribir esta obra, los autores recogieron testimonios de los sobrevivientes. La puesta en escena obliga a los espectadores a participar de la acción y a descubrirse como cómplices de la masacre, así como lo somos todos los colombianos que hemos permitido tanta violencia. El título es muy significativo ya que, según María Mercedes Jaramillo: “Kilele es un vocablo de origen africano usado en la región del Atrato en la costa pacífica de Colombia que significa fiesta, rebelión, alboroto, celebración, canto y ruido, pero también es grito, lamento y llanto por las muertos que ha producido la violencia que azota esta región. Es también la voz que anima a quienes siguen rebelándose contra la guerra” (1). El teatro es arte y creación y aspira a contrarrestar la destrucción que ha dejado la guerra.

La escritora colombiana Laura Restrepo, en entrevista con Holman Morris (2010), ha comentado que para los colombianos, víctimas directas del conflicto o no, la guerra es una realidad: “El daño que nos hacen no es solamente el balazo que pueda venir o el secuestro, o el desplazamiento. El daño también es interno… cómo erosionan tu intimidad, cómo erosionan la vida de familias… La guerra no nos afecta solo por fuera, no son unos tiros allá afuera, se te cuela por debajo de la puerta, te permea, la llevas adentro…”. Son precisamente la inmediatez de la guerra y la urgencia de contarla los motivos por los cuales los investigadores colombianos, quienes trabajamos el testimonio y la memoria, lo hacemos con el pensamiento y con el sentimiento. La antropóloga colombiana Patricia Tovar explica que su investigación es “el resultado de una etnografía con muchas lágrimas” (58), ya que es muy difícil escuchar, leer y palpar el sufrimiento ajeno sin que te afecte de forma muy directa. Por otro lado, poder participar de los esfuerzos colectivos por la creación de memorias y tener la oportunidad de vibrar junto a las mujeres sobrevivientes es una experiencia única y enriquecedora.

Recientemente visité el Museo Casa de la Memoria, en Medellín, y tuve el honor de tener como guía a una mujer, víctima de la violencia, a quién le habían desaparecido a su hijo de 15 años (http://www.museocasadelamemoria.org/site/). Ella nos acompañó por los jardines de la memoria y nos mostró cómo cada planta representaba a una víctima. Allí estaba la que pertenecía a su hijo y compartió con nosotros que ella venía al museo a hablar con la planta, a mimarla, como lo hubiera hecho con su propio hijo. Mi recorrido por el museo fue un híbrido de emociones. A través de unos tótems de memorias, al acercar el oído, se escuchan los susurros de las voces de los sobrevivientes de la guerra. Las muestras de fotografía hacen visible a las víctimas de masacres que por mucho tiempo han sido deliberadamente silenciadas. Sobresalen las imágenes de La Escombrera, el lugar de la Comuna 13 donde por años se han tirado los cuerpos de jóvenes desaparecidos sin que las autoridades se decidan a investigar. 


Documental del Canal Teleantioquia: “La Escombrera historia de una verdad enterrada”

En el Museo Casa de la Memoria concurren diferentes propuestas artísticas, miembros de la comunidad asisten a talleres de la memoria, se canta, se dibuja, se teje, se revive la memoria “para no repetir”. De allí se sale renovada al ver la dignidad de las víctimas y su empeño por construir una Colombia con justicia.

En los últimos años se han publicado en inglés sobrecogedores testimonios de los protagonistas de la violencia: hombres y mujeres, campesinos, desplazados, guerrilleros, en fin, los sobrevivientes de la guerra. Se destacan Throwing Stones at the Moon (2012) de Sibylla Brodzinsky y Max Schoening, The Heart of the War in Colombia (2000) de Constanza Ardila Galvis y el documental Desde diversas orillas/From Far Away Shores (2009) de Luz María Londoño. Estos relatos son transcendentales ya que logran visibilizar a los sobrevivientes de la guerra, más allá de las fronteras del país. Estos testimonios, junto con la producción cultural que ya lleva trayectoria en Colombia, evidencian la palabra oculta y latente que desde los márgenes disputa su lugar en el país.

La forma incisiva con que la violencia se ha institucionalizado en Colombia requiere de un ingente esfuerzo colectivo de memoria y transformación. Las mujeres en el país, cada día más, adquieren conciencia y se unen para lograr cambios en la sociedad y para recuperar la memoria. Una vez rehabilitadas estas memorias han sido lanzadas hacia la esfera pública donde, a pesar de los peligros, exigen voz, justicia, reparación y participación para todas y todos.

Obras Citadas
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Brodzinsky, Sibylla, Max Schoening, e Ingrid Betancourt. Throwing Stones at the Moon: Narratives from Colombians Displaced by Violence. San Francisco: McSweeney's Books, 2012. Impreso.

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Notas
1 Producto de rivalidades y odios entre los partidos políticos tradicionales (el liberal y el conservador), La Violencia se extendió por todo el territorio nacional con devastadoras consecuencias. Ha sido el periodo más controvertido, manipulado y ficcionalizado de la historia colombiana. De ella nace todo un género artístico de La Violencia que incluye tanto la literatura, como la pintura y la escultura, así como una especialización en el ámbito socio-histórico: la violentología.

2 Los diálogos de paz entre el gobierno y las FARC comenzaron en septiembre de 2012. Se han llevado a cabo en La Habana, Cuba y en Oslo, Noruega. En casi dos años y 22 rondas de negociaciones, las dos partes han concertado la reforma del campo y la participación política para los guerrilleros reinsertados. En los primeros meses del 2014, la conversación giró en torno al narcotráfico y en particular acerca de los sembrados ilícitos y las políticas que afectan a los campesinos. A partir de julio la negociación ha continuado con el tema de las víctimas y el fin del conflicto armado. Para una excelente cobertura del proceso de paz, véase el blog “Colombia Calls” de Virginia Bouvier, Directora del Programa de Colombia del Instituto de Paz de los Estados Unidos.

3 Los partidos tradicionales, el Liberal y el Conservador, mantuvieron el poder en el país desde mediados del siglo XIX hasta principios del siglo XXI. La rivalidad entre los dos ha sido una constante en la historia colombiana y ha producido grandes conflictos, el mayor de los cuales conocido como La Violencia, llamado así no sólo por su duración (desde mediados de los años cuarenta hasta mediados de los sesenta) y por la cantidad de muertos que dejó, sino también por la barbarie con que se llevaban a cabo las amenazas, muertes, violaciones y desplazamientos. Para entender el bipartidismo, la Violencia y el Bogotazo se puede consultar: Marco Palacios, Between Legitimacy and Violence: a History of Colombia, 1875-2002 (2006); Frank Safford y Marco Palacios, Colombia: Fragmented Land, Divided Society (2002); Jorge Orlando Melo y Luis Alberto Álvarez, Colombia hoy: perspectivas hacia el siglo XXI (1995); David Bushnell, The Making of Modern Colombia: A Nation in Spite of Itself (1993) y Herbert Braun, The Assassination of Gaitán: Public Life and Urban Violence in Colombia (1985).

4 Véase Iván Cepeda Castro, “Genocidio político: el caso de la Unión Patriótica en Colombia” (2006). En este artículo, Cepeda, fundador del Movimiento de Víctimas de Crímenes de Estado (MOVICE) y representante a la cámara desde el 2010, arguye que el genocidio contra la UP ha impedido “una salida política al conflicto armado en Colombia. Para muchos sectores, su perpetración ha ratificado que los procesos democráticos en Colombia se estrellan inmediatamente con la barrera de la violencia sistemática y el homicidio político como únicas vías para resolver los conflictos sociales. La suerte que corrieron miles de miembros de la UP, y esto suele olvidarse en el debate sobre la naturaleza del conflicto armado en Colombia, es el mayor argumento que tienen quienes desconfían de la acción política legal” (111). Véase también el reciente artículo de Armado Neira “No nos maten, por favor, no nos maten” (2014), que revela hasta qué punto la persecución a la izquierda política colombiana ha fomentado la guerra e impedido la resolución pacífica.

5 Herbert Tico Braun explica que durante las negociaciones entre el ex presidente Pastrana y Manuel Marulanda, el ex comandante de las FARC, las dos partes hablaban lenguajes diferentes: Pastrana llegaba a la mesa de negociaciones con un discurso de hombre educado y urbano, mientras que el lenguaje de Marulanda era el del viejo campesino que había vivido gran parte de la historia de la violencia en Colombia. Por este motivo el gobierno y la guerrilla no lograron entenderse entonces, como tampoco lo habían logrado en múltiples ocasiones en el pasado. Véase: “‘¡Que haiga paz!’: The Cultural Contexts of Conflict in Colombia” (2007).

6 Los números de desaparición forzada varían, van desde 32.000 a 125.000. 51.000 es la cifra que aparece en el reporte “Rompiendo el Silencio. En la Búsqueda de los desaparecidos de Colombia” (2010) de Lisa Haugaard y Kelly Nicholls, del Grupo de Trabajo sobre Asuntos Latinoamericanos y la Oficina en los Estados Unidos sobre Colombia.

7 En “The Abuses of Memory” (1996) Tzvetan Todorov plantea que la “memoria ejemplar” es aquella que tiene el propósito de servir de “exemplum”, o sea que la memoria individual se une al colectivo para buscar justicia. La memoria recuperada debe servir de ejemplo para que esa situación de injusticia no vuelva a ocurrir. Se contrapone a la “memoria literal” que afecta al individuo pero de manera única y específica, y no lo trasciende. Todorov explica: “[T]he literal memory, especially when pushed to the limit, is the bearer of risk, whereas the exemplary memory is potentially liberating… Literal use, which renders the event impossible to go beyond… submit[s] the present to the past. Exemplary use, by contrast, allows one to use the past in light of the present, to make use of lessons of injustice undergone in the past to fight injustices taking the course today, to leave the self in order to approach the other” (14).

8 La iniciativa del gobierno de Santos es un importante paso hacia la justicia y la reparación, como se puede ver en el sitio web del gobierno, http://www.leydevictimas.gov.co/home, en el sitio de “El Proyecto Víctimas” de la revista Semana, http://www.semana.com/especiales/proyectovictimas/ley-de-victimas/diez-preguntas-sobre-la-ley-de-victimas.html, y en el del Centro de Memoria Histórica, http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/index.php/informes-ley-de-victimas/319-informe-primer-ano-de-la-ley-de-victimas. Acerca de los obstáculos de dicha ley, de las nuevas amenazas a mujeres desplazadas y los nuevos desplazamientos, debe consultarse Amnistía Internacional: http://www.amnesty.org/pt-br/library/asset/AMR23/018/2012/en/a49f1c19-13de-4037-9979-5f25cfd58faf/amr230182012es.pdf.

9 En 1995 se formó La Ruta pacífica de las mujeres, un grupo de mujeres de todo el país que busca justicia a través del trabajo con la comunidad, las manifestaciones callejeras, los desfiles y la música. Entre sus objetivos caben resaltar la visibilización de la situación de la mujer en el conflicto armado, la búsqueda de justicia y reparación, y de un futuro digno para todas. Véase: http://www.rutapacifica.org.co/