Memoria e imaginación histórica: usos de la figura del genocidio

Hugo Vezzetti
Universidad de Buenos Aires/CONICET

 


El artículo explora los modos en que la figura del “trauma” ha sido incorporada en las representaciones sobre la última dictadura argentina. Se trata indagar en las condiciones de su surgimiento, los problemas a los que se asocia y los sentidos que arrastra. El objetivo no apunta al trauma como “acontecimiento” sino como una formación de la memoria. Se trata, si se quiere, de una “historia del presente” en un doble sentido: porque se trata de un pasado presente en sus efectos, pero también y sobre todo porque intenta estudiar una época a través de su vocabulario. Se trata de explorar lo que cambia en la experiencia argentina desde los enunciados sobre una “cultura del miedo”, en el primer pensamiento sobre los efectos de la dictadura, a las representaciones del “trauma” surgidas sobre todo a posteriori de los acontecimientos.
El estudio involucra el uso público del psicoanálisis y las representaciones terapéuticas y familiares de lo que Ricoeur ha llamado “memoria herida”. Se abordan comparativamente otros usos y otras experiencias de las heridas, ligadas a las representaciones de la nación o de las fracturas en la sociedad. El tiempo del “trauma”, por otra parte,  no es el tiempo del acontecimiento real en el pasado; tiene otra duración, fases y acciones retrospectivas. Finalmente, dos
condiciones parecen subyacer a los usos extendidos del “trauma”. Por un lado, el relieve de las representaciones familiares en los crímenes sufridos, en desmedro de las formas más clásicas de la sociedad política. Por otro, las consecuencias de la derrota o el fracaso de las ilusiones revolucionarias.

Palabras clave: memoria, historia, trauma, Argentina


 

La figura del trauma se ha aplicado extensamente en las representaciones y las intervenciones sobre el pasado reciente en la experiencia argentina. En los últimos veinte años es bastante frecuente encontrar la mención del “trauma histórico” no sólo en el discurso académico sino en diversas prácticas sociales y políticas de la memoria, en conmemoraciones e incluso en luchas reivindicativas y demandas de reconocimiento. No discuto la teoría o el concepto. Mi propósito no es corregir esas nociones y esos usos ni rechazar el término. Está incorporado al discurso de la historia (y de las ciencias humanas en general) y al discurso de la opinión. Trato de interrogar las condiciones de su surgimiento, los problemas a los que se asocia y los sentidos que arrastra. La exploración excede los usos historiográficos. Hay un corpus bastante extendido que abarca abordajes diversos en los estudios sociales y filosóficos de la memoria. Y me interesa sobre todo estudiar esos usos en su impacto sobre la conciencia histórica. En este trabajo sólo puedo presentar un recorte selectivo de un corpus muy grande; no puedo ofrecer certezas sino un recorrido que se abre en diversas direcciones. Mi interés no es el trauma como “acontecimiento” sino como una formación de la memoria; apunta a los sentidos que adquiere el pasado en el presente. Se trata, si se quiere, de una “historia del presente” en un doble sentido: porque se trata de un pasado presente en sus efectos, pero también y sobre todo porque intento indagar una época, la nuestra, a través del estudio de su vocabulario.

Hay dos términos o figuras que se repiten, aplicadas al pasado de violencias y crímenes masivos en la Argentina: “genocidio” y “trauma”. Es evidente que guardan cierta relación en la medida en que se refieren a situaciones extremas. Una en el nivel del acontecimiento (el terrorismo de Estado, los desaparecidos), la otra en el nivel de los efectos en la memoria, de lo que persiste del acontecimiento en la experiencia (para los usos del “genocidio”, ver Vezzetti 2014). Ciertamente, la distinción misma entre acontecimiento y experiencia es problemática para la disciplina histórica y para los estudios culturales. Pero está presente extensamente en las representaciones sobre crímenes masivos, no sólo en la Argentina, sobre todo cuando se trata de pensar el terror más allá de las víctimas directas, en sus efectos sobre la sociedad. Con la idea de un terror extendido al conjunto social emerge la figura correlativa de la sociedad concebida como una pura víctima, trastornada y paralizada por el trauma. En verdad, en las experiencias conocidas de crímenes masivos, sobre todo los cometidos desde el Estado, el abanico de los comportamientos sociales corrientes (es decir, de quienes no son los blancos directos de la represión o el exterminio) está lejos de dejarse reducir a la condición homogénea de la víctima. También aquí podría decirse lo que Primo Levi señalaba del Lager: entre el negro de los victimarios y el blanco de las víctimas hay una extensa “zona gris” (Levi 1995). Y la victimización de grupos y de la sociedad suele ser una operación retrospectiva.

En los usos, “traumático” puede ser sólo un adjetivo calificativo de experiencias y acontecimientos límites, conmocionantes, extremos; en ese caso puede ser fácilmente reemplazado por otros adjetivos. No es este uso incidental el que me propongo interrogar. Quiero destacar la sustantivación y lo que arrastra, cuando se habla de “trauma histórico” o incluso de “trauma nacional”. En la Argentina esos enunciados han sido aplicados a la experiencia de la represión sufrida por las víctimas y, por extensión, por la sociedad durante la última dictadura. Se plantea una suerte de correlación, puede decirse, entre el terrorismo de Estado, del lado de las prácticas de la violencia estatal, y el trauma del lado de sus efectos en las víctimas y en la sociedad. Tomo un ejemplo significativo de la Colección Educ.ar, del Ministerio de Educación de la Nación, en una serie de materiales, “Escuelas por la identidad”, destinada a docentes:

Con dicha práctica de “desaparición forzada de personas” y con la institucionalización de campos de concentración y exterminio quedó organizada una modalidad represiva del poder. Esta modalidad implantó, mediante la violencia y la propaganda grandilocuente, el terror y la parálisis. El trauma vivido afectó a toda la comunidad convirtiéndose, así, en trauma histórico. (Ministerio de Educación de la Nación, subrayados míos)

Es una cita casi textual de un trabajo surgido del Area Psicológica de las Abuelas de Plaza de Mayo:

Con dicha práctica de “desaparición forzada de personas” y con la institucionalización de campos de concentración y exterminio (llegaron a ser 465 en todo el país) queda organizada una modalidad represiva del poder. Este modelo de poder concentracionario es propio de este siglo y fue creado por el nazismo durante la segunda guerra mundial y funcionó como poder totalizante, dueño de la vida y de la muerte. La violencia quedó implantada en la sociedad como modo de vida en donde el terror y la parálisis desarman el tejido social. El trauma vivido, verdadero genocidio, afecta a toda la comunidad convirtiéndose en trauma histórico. (Lo Giúdice 2005 29)

Ahora bien, en ese texto, surgido de un organismo de derechos humanos, hay algo más que el recurso genérico al “trauma”. Entre el acontecimiento local y la figura del “trauma histórico” se sitúa esta evocación del Acontecimiento o el Trauma mayor de las memorias del siglo XX. Me interesa interrogar esa serie que se arma al restituir las partes omitidas en el documento del Ministerio de Educación, que pone al terrorismo de Estado [tdeE] en línea con la Shoa como referente primero y principal e incluye esa otra figura del crimen absoluto, el genocidio.

 tdeE - genocidio (Holocausto) - trauma vivido - trauma histórico

Una forma tentativa de entender esta serie es la siguiente. El genocidio es al acontecimiento como el trauma es a la experiencia. Pero no hay que apegarse a esa fórmula porque ya veremos que en estos enunciados sobre el trauma no es fácil separar lo que es del orden del acontecimiento (lo real, si se quiere) de lo que es del orden de la experiencia. De hecho esa dificultad ya aparece con la distinción entre “trauma vivido” / “trauma histórico”, que supone una tensión entre lo que es del orden de lo real y lo que es del orden de la memoria, el recuerdo y la imaginación. Esta ambigüedad está presente en la categoría misma de trauma, que puede ser concebido como un efecto directo del acontecimiento (es la idea del trauma como choque, fractura e irrupción); o que, como “trauma histórico”, corresponde a un segundo tiempo, un a posteriori, que tiene otra duración en la medida en que puede ser considerado un fenómeno, o una perturbación, de la memoria.

Como es sabido, las Abuelas de Plaza de Mayo son una organización fundada en 1977, un año después del golpe militar de 1976, muy próxima en sus comienzos de las Madres de Plaza de Mayo. Su objetivo apuntaba a encontrar a los hijos de madres secuestradas, asesinadas o desaparecidas y restituirlos a sus familias legítimas. Pero también ha ofrecido asistencia psicológica, de inspiración psicoanalítica, a las víctimas y sus familias. Este material sobre el trauma, entonces, realiza un recorrido revelador: es un material del Ministerio que reproduce un trabajo nacido de la práctica de asistencia y asesoramiento en un organismo de los derechos humanos que, como las Abuelas, trata los problemas de la apropiación y la restitución de niños. Dejo sólo señalado un problema que va a reaparecer: el papel del psicoanálisis y de cierto propósito terapéutico en esta trasposición de una noción del trauma al discurso público sobre la historia reciente.

Ahora bien, en la figura del trauma aplicada al acontecimiento y la experiencia colectiva, en principio se superponen dos sentidos. Por un lado es la lesión o la consecuencia inmediata (es “el terror y la parálisis”, es decir, el “trauma vivido”); por otro, es el efecto posterior, aquello que perdura, el “trauma histórico”, que habría afectado a toda la comunidad. En el primer sentido, el acento está puesto en la intensidad del choque y la conmoción que produce: el trauma depende sobre todo de la irrupción de un agente externo al sujeto. En el segundo sentido, el trauma está, de algún modo, implantado en la historia, en una duración que ya no es la del acontecimiento sino la de los sujetos. El trauma como “choque” o conmoción es una consecuencia más o menos inmediata del “genocidio”; es concebido como un efecto de “irradiación” del terrorismo de Estado. Esa idea, la “irradiación”, está presente en un texto de Carlos Rozanski, un jurista y juez argentino que escribe sobre la aplicación de la categoría de “genocidio” a los crímenes cometidos en la Argentina (Rozankski 2011 193). En ese caso, el psicoanálisis guía al derecho. Porque toma esa idea de un dramaturgo y psicoanalista, Osvaldo Pavlovsky, autor de una obra muy conocida sobre el personaje de un torturador, “El señor Galíndez” (1973). Es una obra anterior a la dictadura que empieza en la Argentina tres años después. En ella, Galíndez no es sólo el que ejecuta las acciones de la tortura, también ofrece una suerte de teoría o una concepción sobre los métodos y los fines de la tortura. E incluye una escena y un discurso sobre los efectos extendidos a la sociedad. Dice: “por cada uno que tocamos, mil paralizamos de miedo. Nosotros actuamos por irradiación” (Rozankski 2011 193) . Es la parte citada por Rozanski en su texto. Aquí está presente esa idea de la “irradiación” como acción de propagación, tomada de la física, donde se aplica a la emisión y propagación de una radiación, como la luz, el calor u otro tipo de energía. Aquí se ha extendido a la transmisión o difusión de una emoción, el miedo.

El miedo
Es notable que Pavlovsky, que es psicoanalista, no hable de trauma sino directamente de miedo. En el lenguaje de la política y del poder no se hablaba de trauma en los años setenta. Tampoco en la posdictadura, en diversos trabajos sobre la violencia social y la represión estatal en la Argentina y en experiencias similares: se hablaba, por ejemplo, de “cultura del miedo” (Corradi 1985; Corradi, Weiss Fagen y Garretón 1992). Miedo, en todo caso, parece corresponderse mejor con la idea de un efecto emocional o subjetivo, más o menos inmediato, que se explica mayormente por el acontecimiento que lo produce. El trauma como patología de la memoria social y política amplía y diversifica esa fórmula inicial que descansaba sobre la eficacia directa del miedo. Hay algo que perdura del pasado, que hace surgir otra complejidad del lado de los sujetos implicados. Sobre todo, porque si se habla de “trauma histórico” ya no se trata de las víctimas directas (los que han sido detenidos, torturados, obligados al exilio) o de los familiares y allegados que han sufrido pérdidas y sufrimientos, sino de las experiencias (o, si se quiere, de las alteraciones de la experiencia) y de las memorias intensificadas o alteradas de la sociedad.

Un primer problema que querría brevemente presentar, a propósito de la experiencia argentina, es lo que cambia en ese desplazamiento del miedo al trauma. Y eso que cambia involucra el uso público del psicoanálisis. En Occidente, el miedo es una emoción o una pasión eminentemente política, extensamente incorporada al pensamiento moderno sobre el poder. Pienso, por ejemplo en los trabajos de Remo Bodei sobre las pasiones políticas (1991). El pensamiento político moderno ha postulado una relación directa entre el miedo y el despotismo. Y por supuesto esa dimensión política, incluso moral, del miedo ha sido explorada por la historiografía. Por ejemplo, en el gran libro de Jean Delumeau que propone una genealogía de larga duración del lugar del miedo en la historia social y política, incluso en la historia de la civilización occidental (Delumeau 1978). En esa exploración el miedo no es simplemente una respuesta emocional inmediata a un peligro externo. El miedo se asocia a la culpa y al sentimiento del pecado; es decir, arraiga en planos profundos, estructurantes de la subjetividad. En fin, no puedo desarrollarlo aquí. Lo que me interesa señalar es que la figura del miedo ha estado presente en algunos trabajos iniciales sobre el autoritarismo y las dictaduras latinoamericanas, provenientes sobre todo de las ciencias sociales y políticas. Guillermo O’Donnell escribió en 1983, todavía durante la dictadura, un artículo llamado “La cosecha del miedo” (O’Donnell 1983 y 1997). Y si bien denunciaba al régimen militar también señalaba las condiciones previas creadas por el ciclo de violencia y asesinatos en la sociedad. En los años previos a 1976, decía, “La Argentina se emborrachó con el mito de la violencia políticamente eficaz y últimamente purificadora” (O’Donnell 1983 55). El miedo, entonces, estaba ya en la sociedad, antes de la dictadura. Cultura del miedo es un tópico que surge en esos años y fue empleado por otros politólogos y sociólogos latinoamericanos, como Juan Corradi y Norbert Lechner; se convierte en una herramienta conceptual para el análisis de las dictaduras de Chile y Argentina (Lechner 1992).

 Lo importante en estos análisis es que esa cultura del miedo no era concebida simplemente como un efecto de las violencias estatales sino que formaba parte de las condiciones previas, en la sociedad, de los regímenes de dictadura. El miedo se asociaba con las demandas de orden y seguridad. Y justamente, en la experiencia argentina y chilena al menos, los jefes militares prometían el orden frente al caos, la violencia política y el derrumbe económico en la sociedad. Ese análisis político y cultural del miedo no se agotaba, entonces, en el cortejo sintomático de las emociones paralizantes o el terror. Era concebido como un ingrediente positivo de la conformidad o la obediencia a un orden autoritario. Norbert Lechner señalaba bien que la aceptación social de las dictaduras dependía de esa promesa de poner orden, es decir, de terminar con el miedo; aunque, finalmente, para muchos terminara generando miedos mucho más terribles (Lechner 1992 29). En la subordinación a un orden autoritario, dice O’Donnell, la sociedad se despolitiza, los sujetos pierden su condición de ciudadanos, se “infantilizan”. Pero por otra parte el poder violento y autoritario suelta los lobos en la sociedad: el miedo también estimula violencias y despotismos en diversos ámbitos sociales, a cargo ya no de las fuerzas militares o policiales sino de dirigentes y jefes civiles: “Cuanto más autoritario y violento es un poder, más suelta los lobos en todos los ámbitos que toca” (O'Donnell 1983 56).

 En definitiva, esa categoría política, la cultura del miedo, permitía un abordaje que revelaba dimensiones menos visibles de las violencias y los crímenes estatales; permitía incluir en el análisis rasgos y comportamientos de la sociedad y plantear la cuestión de sus responsabilidades. Con el “trauma”, al menos en el uso que vengo comentando, el peso de la experiencia se descarga sobre una violencia externa a la sociedad, que la sufre como una pura víctima.

Trauma, familia y cultura
Trauma es una noción eminentemente clínica, nacida de los saberes y las prácticas de la cura, en ámbitos específicos, la neuropatología y el psicoanálisis. No hay saber sobre el trauma que no arrastre esa dimensión terapéutica, de tratamiento de los traumas sufridos, o de prevención de los traumas que puedan sufrirse en el futuro. Y se abre un problema para el historiador: ¿qué lo separa y qué lo reúne respecto de la posición del psicoanalista? Quizá, en el sustrato de la disciplina, de las reglas del oficio, el fantasma del terapeuta ha permanecido allí, como una aspiración latente, que se exponía más abiertamente en el pasado. No sólo la historia ha sido presentada como “maestra de la vida”, sino como sanadora de los males de la sociedad. Basta recordar a Ernest Renan cuando proporcionaba una suerte de terapia directiva y prescribía qué debía recordar y qué debía olvidar la nación francesa. Por supuesto la ocasión era la derrota en la Guerra Franco Prusiana. “Haber sufrido juntos”, decía, los efectos de la derrota, puede ser la base de un sentimiento reforzado de la nación, a condición de recordar las glorias pasadas (Renan 1882).

En los enunciados del material pedagógico del Ministerio de Educación, como dije, esa representación del trauma histórico ha surgido de la experiencia de asistencia y asesoramiento en un organismo de los derechos humanos que, como las Abuelas de Plaza de Mayo, trata los problemas de la apropiación y la restitución de niños. Si puede hablarse de “memoria herida” (como lo hace Paul Ricoeur, quien evita usar el término “trauma”) se trata de una herida de vínculos familiares primarios (Ricoeur 1999). La significación del trauma queda contenida en las secuelas de los daños sufridos por los niños, sus padres, sus abuelos, asociado a procesos de pérdida, duelos, en la trama de los fantasmas familiares. Puede decirse que a partir de esa narración condensada de las lesiones y los sufrimientos hay una idea y un trabajo sobre el trauma que se traspone de la esfera de la familia a la esfera de la sociedad. Es decir, que cuanto más se insiste en la figura del “trauma histórico” para relatar y dar sentido a los efectos y consecuencias colectivas de violencias y crímenes, más se asimila la sociedad a una suerte de familia ampliada. Ahora bien, en ese abordaje del “trauma histórico”, la cuestión que surge inmediatamente es ¿qué es lo que efectivamente puede ser pensado pero también cuáles son los límites de ese abordaje que piensa la sociedad según el modelo de la familia?

Las relaciones entre la sociedad civil y la familia constituyen un tema espinoso del pensamiento político y social, de la filosofía y la historia. En principio, el pensamiento sobre los dispositivos políticos modernos tiende a separar la vida familiar, privada, de la sociedad pública política. Es lo que se puede ver en pensamientos bien diferentes: en los trabajos de Michel Foucault sobre la “gubernamentalidad” (2004); pero también en Hannah Arendt cuando separa, siguiendo el modelo griego, la polis de la familia (1958). Por el momento sólo puedo señalar este rasgo de las representaciones del trauma en el discurso y la acción del movimiento de derechos humanos en la Argentina: la proyección de los fantasmas familiares sobre la sociedad política, incluso sobre ciertas representaciones de la nación.

Hay otros usos del trauma, en una dimensión global, por ejemplo un trabajo de Arthur G. Neal que indaga el pasado y emplea esa categoría, “trauma nacional”, de un modo más explícito (Neal 1998). Se presenta como un trabajo de psicología social aplicado a lo que llama los “traumas mayores” de la sociedad norteamericana del siglo XX. Se trata de acontecimientos disrruptivos, que al modo de un shock alteran la estabilidad de la vida social. La mira está puesta en la sociedad; y lo “nacional” parece depender de que se trata de hechos que conmocionan de un modo u otro a todos los sectores y grupos de una comunidad. Por ejemplo (enuncio algunos de los capítulos de su investigación): la Gran Depresión de los años 1930, el ataque japonés a Pearl Harbor, la “amenaza comunista” y la era McCarthy, el asesinato de Kennedy, la guerra de Vietnam. El modelo aquí, evidentemente, no es el de la familia, no son las pérdidas ni los duelos familiares, sino una idea de sociedad o de comunidad, unificada en los consensos y en los relatos de la opinión pública que forman una conciencia histórica. Por supuesto, la enumeración no es, y no puede ser, exhaustiva; el propio autor afirma que se trata de acontecimientos que se prestan a ser narrados de formas muy diversas. Más aún, destaca un rasgo básico de incertidumbre que rodea esos eventos, que permite reescribir sobre ellos, de modo que toman nuevos sentidos en narraciones interminables. Y son un sostén, la materia de una “herencia social” disponible para su apropiación por las nuevas generaciones que forjan en ellos y con ellos nuevas identidades. Esa apertura generacional no puede limitarse a producir nuevos relatos sobre un repertorio dado de acontecimientos sino que inevitablemente recae sobre los acontecimientos mismos que constituirían esa materia básica, disponible para el trabajo de la memoria colectiva. El repertorio queda, entonces, abierto.

Neal hace un pequeño experimento. Pregunta a los alumnos (algo que no siempre es aconsejable), que son estudiantes universitarios de la segunda mitad de los 1990. En fin, cuando les pide que propongan “traumas nacionales”, los eventos que surgen son la muerte de Elvis Presley (1977) y la epidemia de SIDA. En efecto, en la medida en que esas marcas en la conciencia colectiva no dependen ni se integran a una narrativa más sustantiva de la nación, quedan como un corpus bastante indeterminado de experiencias y relatos que cada grupo o cada generación puede tomar a su cargo. Es notorio el cambio de sentido no sólo respecto de una representación del pasado asociada a ciertos fundamentos básicos, heroicos, de la nación, sino incluso a una noción habitual del trauma como un núcleo de representaciones fijado, repetitivo, refractario a las posibilidades de la historización. En Neal hay otra idea de la repetición del trauma: es lo que puede ser contado y vuelto a contar interminablemente. Desde luego, ese desplazamiento a las narrativas del trauma encuentra un problema diferente cuando se trata de conmemorar a los muertos, sobre todo a los muertos en combate o en masacres colectivas, es decir cuando los trabajos de una memoria histórica, institucional, que busca conjurar la violencia, la derrota o las fracturas en la memoración del pasado se enfrenta con las formas simbólica de conjurar y conmemorar a los muertos (Koselleck 1997). La sacralidad, para algunos al menos, de esa memoria plasmada en la piedra, no es fácilmente equiparable a las formas más variables con las que se ejerce un trabajo sobre esos otros eventos, como la Gran Depresión o la “amenaza comunista”.

Trauma y nación
“Trauma nacional” es una expresión que ha sido usada en la Argentina. La emplea Patricia Valdez, que fue directora de Memoria Abierta, una entidad que reúne a varios organismos de derechos humanos (Valdez 2004). El trabajo compara dos monumentos: el Vietnam Memorial, emplazado en Washington, y el Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado en Buenos Aires, bajo esa categoría. Ofrece un abordaje particular, dado que el problema está encarado por el lado de la representación material y la recordación. El “trauma” sería allí lo que perdura en las prácticas de conmemoración pública a través de las cuales las sociedades o los grupos evocan heridas y sufrimientos que sacudieron sus fundamentos como comunidad. En verdad, el texto no se ocupa de las condiciones o características de ese “trauma”; de hecho sólo utiliza el término “trauma nacional” en el título.

Ahora bien ¿en qué se parecen esos memoriales? En los dos hay un recorrido y en los dos se nombra a los muertos. Esto es así, además, porque el proyecto del monumento argentino se ha inspirado en el de Vietnam. Y en los dos aparece la dimensión familiar del “trauma”. Valdez describe los usos del memorial por parte de familiares y allegados a las víctimas, destaca ciertos comportamientos que son rituales del duelo. En el Vietnam Memorial es habitual que el allegado realice una suerte de grabado del nombre sobre un papel, que se obtiene al repasar con un lápiz el relieve en la piedra. En el monumento argentino, donde en la mayoría de los casos no hay cuerpos ni tumbas de los “desaparecidos”, los familiares buscan tocar el nombre. Me parece importante señalar ese deslizamiento, o esa intrincación, del duelo familiar con las conmemoraciones de la Nación. El tema merece un análisis más detallado ya que se abre a un problema complejo: las narraciones de la nación.

En las visiones clásicas de la nación, que destacan las victorias y los héroes del pasado, el motivo básico no proviene del imaginario familiar. Por ejemplo, quiero referirme a otra investigación histórica que recurre a esa categoría de “trauma nacional”. El autor, Wolfgang Schivelbusch (2003) es un historiador alemán que vive en los Estados Unidos. Aplica directamente esa categoría, “trauma nacional”, a derrotas militares: se trata de “naciones vencidas”, en un análisis histórico comparativo que toma tres casos: la derrota de la Confederación del Sur en la Guerra Civil Norteamericana, la de Francia en la Guerra Franco Prusiana y la de Alemania en la Primera Guerra Mundial. El problema abordado es el de las memorias narrativas de las derrotas. Más en general, es la historia contada por los vencidos. En ese sentido, el trabajo corrige esa máxima que dice que la historia la escriben siempre los vencedores. Los vencidos también escriben, reescriben e inventan sus historias, si es que sobreviven para contarlas.

El objetivo de la investigación de Schivelbusch es analizar cómo se narran los hechos retrospectivamente para mitigar o renegar de la derrota sufrida en el campo de batalla. Y encuentra formas análogas de tratar el acontecimiento que golpea el orgullo y la autoestima de una nación o una comunidad. La derrota (traducida por el autor como trauma) tiende a ser atribuida a causas ajenas a la heroicidad de los soldados propios, se buscan chivos emisarios, se culpa a los políticos, a los traidores. En fin, se construyen diversas leyendas sobre la superioridad moral de los vencidos, de modo que la derrota de un modo u otro puede convertirse en una suerte de victoria ulterior. Pero en ese análisis, lo más importante es la narrativa preexistente de la nación que se despliega en un escenario de guerra. “Trauma” no parece tener una significación demasiado precisa: se corresponde con la catástrofe, el fracaso o la humillación colectiva. La significación descansa en una idea sustantiva, de la integridad y la perdurabilidad de la nación.

Más allá de las diferencias, los dos trabajos comentados, el de P. Valdez y el de W. Schivelbusch, tienen algo común: los síntomas de ese trauma no son del orden de la parálisis o la amnesia. Por el contrario, promueven una acción y ciertas prácticas; la herida o la derrota insiste y vuelve en la conmemoración o en el relato histórico o literario. Los usos del trauma en ese vínculo con la nación se sostienen en una representación más o menos compacta y unificada. En un caso parece descansar en la familia como unidad de la sangre, del sentimiento y del honor. En el otro, en el trabajo de Schivelbusch, la unidad parece sostenida en una idea más clásica del pueblo, sobre todo del pueblo en armas; es decir de una configuración militar, guerrera, de la nación.

El uso público del psicoanálisis
Henry Rousso es un historiador francés muy conocido. En los 1980s produjo una investigación notable e influyente sobre la memoria nacional francesa: El sindrome de Vichy (1987). Es una historia de las perturbaciones de la memoria colectiva centrada en un acontecimiento, Vichy, el período y el régimen de gobierno francés encabezado por el Mariscal Petain bajo la Francia ocupada. Trabaja explícitamente con nociones, o metáforas si se quiere, provenientes de la psicopatología y el psicoanálisis. Por ejemplo, dice: “Francia está enferma por su pasado”. El vocabulario freudiano está muy presente en el libro, pero casi no emplea “trauma”. En el título, Vichy es un “síndrome”; el prólogo se llama “La neurosis” y en el análisis usa términos como “duelo inacabado”, “recuerdos encubridores”, “represión” y “retorno de lo reprimido”, “proyección”, “obsesión”, “catarsis”. En todo caso, si usa ocasionalmente la categoría de lo traumático, es en un sentido que equivale a lo reprimido. No dice “trauma nacional” pero dice algo parecido: “Los recuerdos de la Ocupación obsesionan la conciencia nacional” (Conan y Rousso 1994 13). Creo que en esas ficciones psicoanalíticas aplicadas a la historia y a las pervivencias del pasado está abordando una problemática análoga a la que veíamos en los fragmentos ya citados. Me parece entonces pertinente incluirlo en este recorrido sobre diversos trabajos que piensan acontecimientos que perduran y producen efectos en la memoria y el presente.

Una primera indicación, en una lectura rápida, concierne a cómo concebir el acontecimiento mismo. En la investigación de Rousso éste tiene un carácter indefinido, que depende de cómo se lo recupera y se lo significa. En verdad, esa ambigüedad es un descubrimiento de la misma investigación ¿Qué es Vichy para los franceses y, más en general, para el saber y la memoria europeas? Si el acontecimiento es la ocupación, el peso cae sobre los alemanes y sus crímenes; si es la colaboración con los invasores el peso se desplaza y cae sobre la propia sociedad francesa, sobre sus conflictos, sobre lo que Rousso considera una suerte de guerra civil entre franceses. En su análisis, el acontecimiento no es la humillación nacional de la derrota, como en el análisis de Schivelbusch, sino esa fractura interna en la sociedad que se revela en las evidencias de que para muchos franceses los alemanes eran aliados en una guerra contra otros franceses. El “sindrome” no es la ocupación sino la guerra interna.

En cuanto a la memoria: ¿por qué recurrir al psicoanálisis? Rousso enuncia diversas razones, pero destaco una. Dice que en la década de 1980 encuentra un término en el “vocabulario de la época” que se repite, para referirse a los años de la guerra: “represión” (Rousso, “La trayectoria de un historiador del tiempo presente, 1975-2000”, 16).1 Con un uso algo improvisado del vocabulario del psicoanálisis, interpreta que eso reprimido, rechazado, es como una culpa (de allí que hable de “duelo interminable”), una representación inconciliable con la conciencia de la sociedad, sostenida en los mitos republicanos de la igualdad y la solidaridad. Y eso reprimido, que impide a los franceses, dice Rousso, reconciliarse con su propia historia, vuelve convertido en síntomas en el cuerpo social. Lo que domina en ese análisis es el modelo de la neurosis, de la histeria, y más en general el concepto freudiano del retorno de lo reprimido. Desde luego, se le puede señalar, desde la teoría psicoanálitica, que se enreda un poco con otros conceptos, como duelo, síntomas obsesivos (él mismo reconoce posteriormente en “La trayectoria de un historiador del tiempo presente, 1975-2000” que se equivocó al señalar una etapa obsesiva). Me interesa resaltar otra cosa. Encuentra en el psicoanálisis el apoyo para una exploración genealógica. No parte de un “acontecimiento fundador”, preexistente, inicial; rechaza lo que llama “una obsesión por el origen” en la que lo más remoto explicaría lo más próximo. El procedimiento genealógico parte de lo más próximo, lo abordable en el presente, y opera a través de un “método regresivo”: Vichy es menos un trozo del tiempo pasado que una presencia, un “pasado que no pasa”, que se despliega en diversos síntomas en la cultura, la literatura, el cine, el discurso de la opinión.

¿Qué puede extraerse de la obra de Rousso para el problema de las perturbaciones del tiempo y la memoria? No es lo mismo situar un origen absoluto, que recae sobre el acontecimiento fundador, que interrogar un núcleo de significaciones producido retrospectivamente y proponer una genealogía de esa figura proyectada hacia el pasado. No es lo mismo hacer recaer el peso de la “memoria herida”, para retomar el término de Paul Ricoeur, en el acontecimiento mismo, que en lo que revela o en lo que actualiza una fractura en la propia sociedad. Supone además (esta es una última enseñanza de esa investigación) una tópica del tiempo histórico: el tiempo del “trauma”, o de lo reprimido, no es el tiempo real, no es un tiempo fijado en el pasado; tiene otra duración, “fases”, acciones y formaciones retrospectivas. Y es claro que ese nuevo vocabulario: “trauma”, “represión”, “duelo”, etc., no es el de los actores, de quienes vivieron los acontecimientos, sino que surge después. Acá aparecen las preguntas pertinentes, y ya que no puedo aportar respuestas, al menos quiero mejorar, afinar las preguntas. Una pregunta básicamente histórica por el cuándo: ¿cuándo se implanta ese nuevo vocabulario?; a lo que se añade una pregunta básica del análisis del discurso: ¿quién lo dice? Y puede decirse que los sentidos diversos que se han abierto en este recorrido seguramente difieren según el cuándo y el quién lo dice.

Genealogía del trauma
Como se vio, el miedo es una emoción o una pasión largamente pensada y usada por el pensamiento político. Con el trauma, en sus usos contemporáneos, se imponen otros sentidos y se abre espacio para el discurso psicoanalítico. Es notable que en los años setenta, en la Argentina, en momentos en que la violencia política era vista como parte de una guerra revolucionaria, las heridas o los daños sufridos no eran concebidos como traumas. Por ejemplo, en septiembre de 1972, un grupo guerrillero, las FAL (Fuerzas Armadas de Liberación) secuestraron al jefe de Psiquiatría de la cárcel de Villa Devoto. El profesional, Hugo Norberto d’ Aquila, fue interrogado durante varios días y luego liberado;  los interrogatorios se transcribieron en un libro, Máxima Peligrosidad. Declaraciones en una cárcel del Pueblo. Poco antes, en agosto, se había producido una masacre de presos políticos en Trelew, en el sur del país. El interrogatorio trataba sobre el régimen de detención muy estricto que sufrían los presos políticos en celdas individuales y aislamiento. Preguntaban al psiquiatra sobre las consecuencias de ese régimen sobre la salud mental de los detenidos y sobre los efectos de la tortura que habían sufrido antes de ser trasladados a esa prisión. En ningún caso había referencias al trauma o a factores traumáticos: el término no formaba parte del vocabulario, ni del psiquiatra ni de los que lo interrogaron. El psiquiatra hablaba de depresiones, ansiedad, estado o reacciones depresivo-ansiosas, síntomas somáticos. Los que interrogan se referían a “factores de deterioro físico y psíquico”. La misma ausencia del término se advierte en los trabajos clínicos de Frantz Fanon, que dan cuenta de su experiencia como psiquiatra en la guerra de Argelia. En ellos casi no habla de traumas, ni en los casos individuales ni mucho menos para referirse a la experiencia colectiva (Fanon 2002 y 2011). En sus descripciones de los trastornos del “colonizado” lo que se destaca es el rechazo y la respuesta agresiva: las historias clínicas son como una expresión micro de la lucha social y política.

En la Argentina, en los años previos a la dictadura de 1976, existió un discurso importante de la psiquiatría y el psicoanálisis de izquierda que acompañó la radicalización política e intelectual de la sociedad. Eran los años de la dictadura iniciada en 1966 por el General Onganía, que culminó en 1973 bajo la conducción del General Lanusse. También entonces hubo presos y muertos (aunque no en la dimensión que adquirió la masacre perpetrada por la dictadura de Videla). Lo que puede decirse es que en ese discurso, en los tiempos en que dominaba una configuración revolucionaria, casi no había lugar para la figura del trauma. Las condiciones para esos usos del psicoanálisis, focalizados en el trauma, serían entonces dos. Por un lado, como se vio, el relieve de las representaciones familiares en los crímenes sufridos, en desmedro de las formas más clásicas de la sociedad política. Por otro, las consecuencias de la derrota o el fracaso de las ilusiones revolucionarias. Esas condiciones dan cuenta de ciertos cambios de vocabulario. Y como hemos visto desplazan pero no anulan otros abordajes como los que, desde los análisis políticos, recurren a una categoría clásica, el miedo.

En esos usos dominados por las formas familiares y la integridad de los vínculos primarios no se agota la productividad de una investigación del pasado y de las memorias que busque inspiración en el psicoanálisis. Pensar alteraciones de la memoria, lo que no pasa del pasado, en una investigación que recupere algo de los conceptos freudianos, requiere de otras preguntas. En particular las preguntas por las latencias de la memoria, por la dimensión inconsciente, reprimida o sustraída a la posibilidad de la deliberación y la voluntad de los sujetos implicados. En ese sentido, ciertas nociones freudianas pueden operar como “ficciones teóricas” para el trabajo del historiador (ver el capítulo 7 de La interpretación de los sueños y Certeau 1995). Freud permite pensar el trauma en la historia del sujeto y del grupo. Pero la inspiración freudiana supone admitir una tópica más compleja de la memoria y el olvido; y exige restituir en esa figura del trauma histórico la dimensión de lo latente, lo inaccesible para el sujeto. El concepto freudiano de una temporalidad retroactiva y de la eficacia de representaciones o escenas latentes, separadas de la conciencia de los agentes, rompe con la idea de una relación simple y directa entre el acontecimiento y su perduración en la memoria. La pregunta freudiana, entonces, sería ¿qué es lo que no se sabe ni se reconoce en el “trauma histórico”? En esa línea, Freud extendía el concepto al análisis histórico en su trabajo Moisés y la religión monoteísta. En esa obra, que él mismo llamó una “novela histórica”, lo traumático colectivo coincide con lo reprimido y es inseparable de su retorno. Hay dos ideas que me interesa destacar en esa investigación freudiana. Por un lado, el trauma no es el “accidente” o el acontecimiento: se implanta como tal a partir de su reactivación y de sus efectos. Por otro, puede “retornar” porque lo sepultado deja sus “huellas” (Freud, Moisés y la religión monoteísta 64-65 y 120). El trauma es, entonces, lo que deja huellas y el foco analítico, para el psicoanalista o para el historiador, se desplaza del acontecimiento a las huellas y sus efectos. Pero el trabajo sobre ellas requiere de una retórica que desmonte ciertos mecanismos, por ejemplo la “deformación” (Enstellung), que es inherente a las huellas.2

Vuelvo ahora al texto de Patricia Valdez sobre los memoriales dedicados a los caídos en Vietnam y a las víctimas del terrorismo de Estado en Argentina ¿Qué huellas pueden encontrarse allí, más allá de los rituales del duelo y la conmemoración? Dice:

Ambos monumentos están motivados por acontecimientos [...] que al momento de producirse conmocionaron a las sociedades, mostraron comportamientos sociales y políticos antagónicos frente al conflicto y dejaron huellas profundas en personas, en grupos y en la cultura de los países. (3)

Las huellas, entonces, no responden sólo ni directamente al terror de Estado o a la guerra externa sino a “comportamientos sociales y políticos antagónicos frente al conflicto”. Es claro que se refiere a divisiones internas a la sociedad: en los Estados Unidos el conflicto generado en la sociedad norteamericana a propósito de la guerra de Vietnam; en el caso argentino, todavía más claramente, las confrontaciones y las violencias recíprocas, en los años anteriores a 1976, que fueron una condición de la represión y la masacre perpetrada desde el Estado. Es lo que Tulio Halperín Donghi llamó una “guerra civil larvada” (Halperin Donghi 1995 16; 1994 64).

Aquí termino, con esta indicación. En un sentido comparable con la investigación histórico-psicoanalítica llevada a cabo por Henri Rousso en la experiencia francesa, la escena de la guerra interna puede ser señalada, en la Argentina, como un núcleo duro de eso que se implanta, se entierra puede decirse, e insiste en la repetición tanto como en las narraciones que buscan conjurarlo. Y vuelve, hacia el presente, en síntomas diversos en la escena social. Si hay que buscar una justificación conceptual para reemplazar o ampliar el recurso más clásico al miedo como pasión política, la figura del trauma como indicador de una alteración aplicada a la experiencia colectiva ya no podría entenderse simplemente como la expresión de una fractura externa a la comunidad política. En todo caso puede ser incorporada como una herramienta entre otras, una ficción si se quiere, disponible para el análisis de los fantasmas de la violencia y el antagonismo presentes y activos en la sociedad.

Marzo de 2014

Obras citadas
Arendt, Hannah. The Human Condition, U of Chicago P, 1958. Impreso.

Bodei, Remo. Geometria delle passioni. Paura, speranza, felicità: filosofia e uso político. Milano: Feltrinelli, 1991. Impreso.

Certeau, Michel de. “La ´novela’ psicoanalítica. Historia y literatura.” Historia y psicoanálisis: entre ciencia y ficción. Trad. Alfonso Mendiola. México: U Iberoamericana, 1995. Impreso.

Corradi, Juan. “La cultura del miedo en la sociedad civil: reflexiones y propuestas.” Crisis y transformaciones de los regímenes autoritarios. Comps. Isidoro Cheresky y Jacques Chonchol. Buenos Aires: EUDEBA, 1985. Impreso.

Corradi, Juan, Patricia Weiss Fagen y Manuel A. Garretón. “Introduction. Fear: A Cultural and Political Construct.” Fear at the Edge. State Terror and Resistance in Latin America. Eds. Juan Corradi; Patricia Weiss Fagen; Manuel A. Garretón Merino. Berkeley and Los Angeles: U of California P, 1992. Impreso.

Delumeau, Jean. La peur en Occident, XIVe-XVIIIe siècles. Paris: Fayard, 1978. Impreso.

Fanon, Frantz. "Guerre coloniale et troubles mentaux.” Les Damnés de la Terre [1961]. Paris : La Découverte, 2002. Impreso.

---. “Médecine et colonialisme.” L’an V de la révolution algérienne [1959], La Découverte, 2011.

Foucault, Michel. «La gouvernementalité», Leçon du 1 fevrier 1978. Sécurité, Territoire, Population. Cours au Collège de France 1977-1978, Paris: Gallimard/Seuil, 2004. Impreso.

Freud, Sigmund. La interpretación de los sueños, Obras Completas. Vol. 5. Buenos Aires: Amorrortu, 1976-1979. Impreso.

---. Moisés y la religión monoteista, Obras Completas. Vol. 23 Buenos Aires: Amorrortu, 1976-1979. Impreso.

Halperin Donghi, Tulio. La larga agonía de la Argentina peronista. Buenos Aires: Ariel, 1994. Impreso.

---. “Prólogo.” Argentina en el callejón [1964]. Buenos Aires: Ariel, 1995. Impreso.

Koselleck, Reinhart. “Les monuments aux morts, lieux de fondation de l´identité des survivants.” L´experience de l´histoire. Paris: Seuil/Gallimard, 1997. Impreso.

Lechner, Norbert. “Some People Die of Fear: Fear as a Political Problem.” Fear at the Edge. State Terror and Resistance in Latin America. Eds. Juan Corradi; Patricia Weiss Fagen; Manuel A. Garretón Merino. Berkeley and Los Angeles: U of California P, 1992. Impreso.

Levi, Primo. Los hundidios y los salvados. Barcelona: Muchnik, 1995. Impreso.

Lo Giúdice, Alicia. “Derecho a la identidad.” Psicoanálisis. Restitución, Apropiación, Filiación. Comp. Alicia. Lo Giúdice. Ediciones Abuelas de Plaza de Mayo, 2005. Web. http://www.abuelas.org.ar/areas.php?area=bibliografia.php&der1=der1_mat.php&der2=der2_mat.php

D’Aquila, Hugo. Máxima Peligrosidad. Declaraciones en una cárcel del Pueblo. Buenos Aires: Ed. Candela, 1973. Impreso.

Ministerio de Educación de la Nación. “Escuelas por la identidad.” Puerta de Partida. 2004. Web. http://coleccion.educ.ar/coleccion/CD10/contenidos/teorico/mod1/art1/index.html

Neal, Arthur G. National Trauma and Collective Memory. Major Events in the American Century. Armonk: M.E. Sharpe, 1998. Impreso.

O' Donnell, Guillermo. “La cosecha del miedo.” Nexos, México, 61 (1983): 51-60. Impreso.

---. “Democracia en la Argentina. Micro y macro.” Contrapuntos. Ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización. Comp. Guillermo O’Donnell. Buenos Aires: Paidós, 1997. Impreso.

Pavlovsky, Eduardo. El señor Galíndez (con Reflexiones sobre el proceso creador). Buenos Aires: Editorial Proteo, 1973. Impreso.

Renan, Ernest. ¿Qué es una nación?, Buenos Aires: Editorial Elevación, 1947. Impreso.

Ricoeur, Paul. La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido. Madrid: U Autónoma de Madrid/Arrecife, 1999. Impreso.

Rousso, Henry. Le sindrome de Vichy. Paris: Seuil, 1987; segunda edición revisada, 1990.

---. “La trayectoria de un historiador del tiempo presente, 1975-2000.” 16. Web. http://www.historizarelpasadovivo.cl/es_resultado_textos.php?categoria=El+pasado+vivo%3A+casos+paralelos+y+precedentes&titulo=La+trayectoria+de+un+historiador+del+tiempo+presente%2C+1975-2000

Rousso, Henry y E. Conan, Vichy, Un passé qui ne passe pas. París: Fayard, 1994. Impreso.

Rozanski, Carlos. “Delitos de lesa humanidad y genocidio; origen y sentido de las prohibiciones.” Juicios por crímenes de lesa humanidad en la Argentina. Coord. Gabriele Andreozzi. Buenos Aires: Atuel, 2011. 193 “El genocidio y la irradiación del terror.” Impreso.

Schivelbusch, Wolfgang. The Culture of Defeat: On National Trauma, Mourning, and Recovery. New York: Metropolitan Books, 2003. Impreso.

Valdez, Patricia. “Culturas, memorias y traumas nacionales: Memoriales en Washington y Buenos Aires.” Argentina @ The Wilson Center, Documents and Papers. 8 sept. 2004. Web. http://www.memoriaabierta.org.ar/materiales/pdf/culturas_memorias_y_traumas_nacionales.pdf

Vezzetti, Hugo. “Verdad jurídica y verdad histórica. Condiciones, usos y límites de la figura del ‘genocidio’.” Lesa humanidad. Argentina y Sudáfrica: reflexiones después del Mal. Eds. Claudia Hilb, Lucas G. Martín y Philippe-Joseph Salazar. Buenos Aires: Katz Editores, 2014. Impreso.


Notas
1 De hecho, intento hacer aquí algo parecido, indago en el vocabulario, pero lo que encuentro no es “represión” sino “trauma” y “genocidio”.

2 Ver Certeau 1995 104. Los mecanismos de la Interpretación de los sueños (“desplazar”, “desfigurar”, “enmascarar”, etc.) se reencuentran, más de treinta años después aplicados en la novela histórica sobre Moisés y la religión monoteísta.