Desaparecido: memorias de un cautiverio

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Mario Villani y Fernando Reati


Fragmentos del testimonio Desaparecido: Memorias de un cautiverio. Club Atlético, El Banco, El Olimpo, Pozo de Quilmes y ESMA, escrito por Mario Villani y Fernando Reati, publicado en Buenos Aires por Editorial Biblos (2011).



Soy un ex desaparecido, un sobreviviente, o si se quiere un desaparecido reaparecido. El 18 de noviembre de 1977 a las nueve de la mañana me secuestraron en plena calle en la ciudad de Buenos Aires. No lo sabía entonces, pero cuando un grupo de hombres armados y vestidos de civil me sacó del auto por la fuerza, me convertí en un desaparecido por los siguientes tres años y ocho meses de mi vida. Durante ese largo tiempo que hoy puedo medir cronológicamente pero que mientras duró consistió simplemente en tratar de sobrevivir cada día hasta el siguiente, pasé por los centros clandestinos de detención conocidos como el Club Atlético, el Banco, el Olimpo, el Pozo de Quilmes y la ESMA […] Dentro de los campos no me podía permitir sentir o emocionarme, so pena de que se resquebrajara la armadura que me ayudaba a soportar ese infierno. Una vez en libertad, tuve que empezar a deshacerla lentamente –proceso que aún continúa– para poder recuperar la alegría de vivir. (35)

En el Club Atlético pasaba las veinticuatro horas del día encerrado en la celda. Al principio mataba el tiempo pensando en mi vida pasada, por qué me habían secuestrado, si me había arriesgado inútilmente o si la militancia había sido un error. Pero pronto caí en la cuenta de que no valía la pena. No sólo me angustiaba con esos pensamientos sino que me ponía en peligro: me distraía del aquí y ahora del campo. Cualquier descuido, como el que provocó la paliza de Poca Vida, podía costarme la vida, y entendí que no podía distraerme con fantasías que me alejaran del objetivo primordial: sobrevivir hasta el día siguiente. Al comienzo hacía planes sobre qué haría si me liberaban, cómo sería mi vida futura, si me iría del país o no; pero llegué a la conclusión de que los únicos planes que me podía permitir eran aquellos que tuvieran que ver con tratar de vivir hasta mañana. Siguiendo esta estrategia, llegué a decirme al final de cada día: “¡Lo logré, ahora uno más!”, y me preparaba esa noche para encarar el día siguiente. (65)

Hay días y semanas enteras de las que no guardo ningún recuerdo porque eran siempre lo mismo: arreglar cosas en mi taller, ayudar en las tareas de mantenimiento, cocinar y limpiar, dormir cuando no hacía nada y escuchar los gritos de los torturados. Porque, aunque parezca mentira, también eso forma parte de esa especie de rutina no rutinaria, esa incertidumbre repetida que termina por hacerse rutina. Casi todos los días tenía que escuchar los gritos de los prisioneros y los de los interrogadores que levantaban la voz cuando golpeaban, picaneaban y amenazaban. Alaridos, llantos e insultos eran una presencia diaria estuviera donde estuviera dentro del campo […] En un lugar así es imposible ignorar los gritos desgarradores de gente que está siendo torturada todos los días y a cualquier hora, pero uno termina por “acostumbrarse”; uno no puede ponerse tapones en los oídos de modo que, a lo sumo, termina por putear hacia adentro en silencio y continúa trabajando. (81)

Me he preguntado muchas veces por el proceso interior que llevó a que algunos colaboraran activamente en la tortura y en tareas de inteligencia: ¿fue un proceso gradual o se dio de pronto? Sólo ellos podrían responder a esta pregunta y me gustaría conversar con ambos para entenderlo. Algunos sobrevivientes afirman que jamás hablarían con el Tano o Cristoni y les darían una trompada si se los cruzaran por la calle. Yo no les daría una trompada, me sentaría a conversar con ellos y trataría de hacerles sentir que no los estoy enfrentando (es posible que sea su conciencia la que los acosa). Es verdad que contribuyeron a mandar a muchos compañeros a la muerte […] Pero para mí no son los verdaderos culpables sino un tipo más de víctima: no son lo mismo que el general Jorge Rafael Videla. Ni el peor colaborador es equiparable a los represores. Conversaría con ellos porque necesito saber qué les pasa por la mente ahora y qué les pasó entonces. No sólo para entenderlos sino para entenderme a mí mismo: son humanos y, como tales, parte de mí mismo […] Hoy me resulta fácil afirmar que yo no hubiera torturado, pero de verdad no sé qué circunstancias los empujaron a ellos a hacerlo… (134-5)

Durante años llevé conmigo, a todas partes, un cuaderno de tapas duras donde anotaba cualquier información recogida en conversaciones o reuniones con otros sobrevivientes. Lo llevaba al supermercado, al cine, incluso cuando me iba de vacaciones a la playa, por si aparecía alguien con un dato útil que me sirviera. En el cuaderno llegué a compilar información sobre 199 secuestrados y 132 torturadores. Nombres, apodos, rasgos físicos: todo lo compartí con cuanta organización de derechos humanos y tribunal judicial pude […] Al principio me resultaba difícil acercarme a los familiares de los desaparecidos para darles información o pedirles un detalle que confirmara algo que ya sabía, porque siempre asomaba la desconfianza. “Mi hijo (o mi hermano, o mi primo)”, me decían, “desapareció: ¿por qué vos estás con vida?” […] Cuando los familiares se me acercaban, a veces podía ayudarlos con un dato: “Sí, lo conocí, su código era X-86”. A su vez ellos me daban un nombre o una característica que agregaba a mi lista. Cuando me reunía con sobrevivientes también intercambiábamos pedacitos de información. Era como armar un rompecabezas entre muchos jugadores, con el inconveniente de que cada uno tenía a lo sumo una pieza que los demás hasta entonces no habían visto: uno sabía el color de pelo de un torturador, otro le había escuchado decir que era de tal ciudad, un tercero podía reconocer su voz. (168)

Desde que salí en libertad me enfrenté a las dificultades propias del sobreviviente traumatizado por sus experiencias. Los primeros tiempos estuvieron marcados por la readaptación a la cotidianidad. Rosita cuenta que era un espectáculo verme caminar por la vereda o cruzar la calle como quien reaprende cosas tan simples […] Cuando se sale de los campos es imposible no sentir alivio, pero a la vez queda un inmenso agotamiento. Vivir, día tras día, con la tensión de estar alerta todo el tiempo para distinguir entre el torturador, el colaborador y el compañero lo deja a uno exhausto. En los campos, paradójicamente, uno está solo y rodeado de gente: no sabe en quién confiar y en quién no […] Estoy vivo, pero eso significó años de aquel ejercicio aplastante de intentar sobrevivir. (177)

La vida en los campos estuvo plagada de dilemas: qué es lo correcto o lo incorrecto, dónde están los límites entre lo normal y lo aberrante, qué distingue a un torturador de un prisionero obligado a denunciar a sus compañeros. Para mí las situaciones dilemáticas por excelencia fueron reparar una picana para que no siguieran torturando con un cable pelado, darle respiración artificial a un compañero agonizante sabiendo que si se salvaba lo iban a regresar al quirófano, o servir mate a los interrogadores mientras torturaban. Pero los dilemas de los campos no fueron únicos: también el resto del país vivió situaciones aparentemente sin solución, como tener que adaptarse a vivir en dictadura o decidir no meterse cuando se llevaban a un vecino de noche. Esto es inevitable y resulta utópico pensar en una sociedad sometida al terror que no se enfrente a semejantes dilemas. (181)