Decálogo para repensar las certezas

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José Manuel Valenzuela Arce
Colegio de la Frontera Norte


Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso. (Benjamin 1999 46-47)

La juventud es un concepto vacío de contenido fuera de su contexto histórico y sociocultural. La condición de ser joven ha sufrido variaciones fundamentales en el tiempo. Existe una amplia variedad de acotaciones y rangos temporales a partir de las cuales se destaca la condición juvenil en diferentes países, dependiendo de su avance económico. Además de las transformaciones sociodemográficas y los niveles desiguales de desarrollo entre países, el concepto de juventud se inscribe en las características fundamentales de la clase social. Esta afirmación puede parecer anacrónica para quienes se adscriben a algunas de las vertientes que han enterrado los factores estructurales como condicionantes centrales de las conductas sociales, así como para quienes plantean una nueva definición de lo juvenil sólo a partir de las opciones de consumo.

La condición juvenil ha dejado de ser una categoría residual y paulatinamente ha ganado centralidad en los estudios socioculturales. También se ha desarrollado en la conceptuación de la juventud como construcción sociocultural históricamente definida, aunque se ha avanzado poco en la delimitación de sus rasgos significantes y muchas veces se piensa lo juvenil fuera de su contexto social y relacional, o se le atribuye características omnicomprensivas, como si desde lo juvenil se pudiera interpretar al conjunto de elementos que definen los proyectos de vida de las y los jóvenes. Los jóvenes y las mujeres han sido actoras y actores centrales de los principales procesos socioculturales de las últimas seis décadas, por lo que resulta imprescindible incorporar en los estudios de juventud una serie de temas, problemas y perspectivas heurísticas que definen los sentidos y significados de sus vidas. A continuación destaco algunos ejes heurísticos que forman parte de una agenda abierta de investigación.

El futuro ya fue
En los albores del tercer milenio occidental, más de la mitad de la población no ha cumplido los 25 años. Tenemos la mayor generación de adolescentes que haya existido en la historia (UNFPA 2003), nueve de cada diez de ellos viven en países no desarrollados y 238 millones viven en condiciones de extrema pobreza. En el escenario global definido por la desigualdad, la mitad de la población mundial vive con menos de dos dólares al día y una quinta parte lo hace con menos de uno. En este marco se definen los proyectos de vida de los jóvenes, quienes, además, enfrentan el incremento del riesgo y la inseguridad, el Sida —que contagia a un joven cada 14 segundos—, el incremento del suicidio juvenil, la pérdida de confianza en las instituciones, la pobreza y la crisis como referencia de vida, la ausencia de opciones ocupacionales, la deserción escolar y la atenuación de la educación como recurso de movilidad social. Por si fuera poco, en América Latina se encuentra una parte importante de los jóvenes en condiciones de extrema pobreza y la mitad de los niños que viven en las calles —estimados entre 100 y 150 millones de niños—. Ellos, como la mayoría de los jóvenes de las últimas tres décadas, han tenido como marco único de referencia una crisis económica prolongada que no atisba el final del túnel y observan con desconfianza las promesas de futuro; por ello viven un presentismo intenso, pues el futuro es un referente opaco que solapa la ausencia de opciones frente a sus problemas fundamentales. Para muchos, sus proyectos de vida quedaron olvidados, les expropiaron la esperanza. Las marcas ya están inscritas en sus vidas, en sus cuerpos, en sus carencias, en sus ritmos de envejecimiento, en sus expectativas, en sus escenarios disponibles. Para ellos el futuro es ahora, para ellos, como el Angelus Novus o el Ángel de la historia de Benjamin, el futuro ya fue.

El tiempo social
La discusión de las expresiones juveniles requiere que consideremos la construcción del tiempo social. En este punto identifico dos elementos principales: el tiempo social y la intensidad del tiempo social, que generan procesos diferenciados de envejecimiento.

Los procesos socialmente diferenciados de envejecimiento poseen dos condiciones, la primera de ellas corresponde a la dimensión diacrónica. El sentido juvenil ha sufrido transformaciones fundamentales a lo largo de la historia, con ello me refiero a los cambios sociohistóricos que involucran expectativas de vida diferenciadas, como la modificación en la esperanza de vida al nacer o las diferentes calidades y estilos de vida. A lo largo de la historia, el tiempo de vida de la población ha sufrido variaciones importantes, lo cual, junto con los cambios socioculturales, ha influido en las posibilidades de vivir un periodo juvenil específico. Así, durante la Edad Media el promedio de edad no rebasaba los 27 años y, en México, la esperanza de vida al nacer pasó de 36.02 años para hombres y 37.49 años para mujeres en 1930 (Campos Ortega 1988), a 72.4 y 77.2, respectivamente, en 2006 (Conapo 2007). Es decir, cuatro décadas de diferencia de esperanza de vida al nacimiento para las mujeres y 36 años para los hombres en tan sólo 76 años. El tiempo social imprime marcas disímiles a partir de elementos que definen la heterogeneidad y la desigualdad en los ámbitos diacrónicos, pero también en los sincrónicos, como se puede constatar al observar las grandes diferencias en condiciones, estilos y calidad de vida que existen entre los países desarrollados y los de menor desarrollo socioeconómico, o las que existen entre las diferentes clases y grupos étnicos en un mismo país; por ejemplo, la esperanza de vida en las áreas rurales era de 55 años, en comparación con los 71 años de las áreas urbanas y los 53 años entre los pobres, o que la probabilidad de morir durante los primeros cinco años de vida en los municipios con menor población indígena era 25 por mil, en tanto que en los municipios con mayor número de habitantes indígenas era de 53 por mil en 2003 (Torres 48).

Cuando comencé a estudiar las culturas juveniles, en 1980, me llamaba la atención las formas diferenciadas de envejecimiento de hombres y mujeres pobres en las colonias populares y en las zonas indígenas, en relación con los hombres y las mujeres de las clases altas. Esta observación me alejaba de las perspectivas que estandarizan las condiciones juveniles o que tienden a homogeneizar a la población joven a partir de la similitud en la edad o los criterios generacionales. Por el contrario, comencé a desarrollar los conceptos de tiempo social e intensidad del tiempo social, a partir de tres referentes fundamentales:

En primer término, recuperé la idea desarrollada por Marx cuando destaca que en ciertos periodos de la historia el tiempo se comprime, como ocurre durante los procesos revolucionarios o cuando se registran parteaguas sociales que impulsan transformaciones aceleradas. A partir de esta premisa recuperé una perspectiva que parte de formas no homogéneas del tiempo y desarrollé la idea del tiempo social, el cual alude a procesos de vida diferenciados. Esto no sólo refiere a periodos específicos de la historia, sino también a la existencia de cambios desiguales o intensidades diferenciadas de vida. Cuando Marx planteó la metáfora de las revoluciones como las “locomotoras” de la historia (Marx 283), se refería a esas velocidades diferenciadas del tiempo expresadas en los procesos de conciencia y de agudización de las contradicciones entre las clases sociales, pero no sólo en este terreno; en La ideología alemana refuta las perspectivas idealistas señalando que no es la crítica sino la revolución, la fuerza propulsora de la historia, incluso de la religión, la filosofía y de toda teoría (Engels 11). De manera contundente, Engels también enfatizó esta dimensión catalizadora del tiempo cuando señala:

Precisamente este rápido y pasional desarrollo del antagonismo entre las clases en los viejos y complicados organismos sociales hace que la revolución sea un agente tan poderoso del progreso social y político; y precisamente ese continuo y rápido crecer de los nuevos partidos, que se suceden en el poder durante esas conmociones violentas, hace a la nación que recorra en cinco años más camino que recorrería en un siglo en circunstancias ordinarias. (Engels 335)

Walter Benjamin no comparte la perspectiva optimista de Marx y Engels sobre el papel de las revoluciones, pues para él, éstas ya no son las locomotoras de la historia, sino es la humanidad la que activa el freno de emergencia antes de que el tren caiga al abismo. No es éste el lugar para discutir el papel de las revoluciones, el punto que nos interesa enfatizar es la heterogeneidad del tiempo o la ruptura de la concepción del tiempo homogéneo de la historia, tal como señala Benjamin:

La concepción de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la concepción del proceso de la historia misma como si recorriese un tiempo homogéneo y vacío. La crítica de la idea de este progreso debe constituir la base de la crítica de la idea del progreso como tal [...] La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no es el tiempo homogéneo y vacío, sino el “tiempo actual”, que es lleno (Benjamin 1999 49).

Es precisamente esa condición diversa, desigual y no homogénea de la vida social, a la que hemos definido como tiempo social, el cual, como ya he señalado, se expresa de manera diacrónica en el tiempo histórico, pero también en la simultaneidad del tiempo sincrónico a partir de la desigualdad social.

El segundo eje, que sustenta el concepto de intensidad del tiempo social, surge de la obra de Stephen Hawking (1988) sobre la historia del tiempo, en la cual presenta ejemplos que apoyaban mi idea, como son el envejecimiento diferenciado de personas que viajan al espacio, o el de los hermanos gemelos que viven en lugares con una importante diferencia de altitud:

Las leyes de Newton del movimiento acabaron con la idea de una posición absoluta en el espacio. La teoría de la relatividad elimina el concepto de un tiempo absoluto. Consideremos un par de gemelos. Supongamos que uno de ellos se va a vivir a la cima de una montaña, mientras que el otro permanece al nivel del mar. El primer gemelo envejecerá más rápidamente que el segundo. Así, si volvieran a encontrarse, uno sería más viejo que el otro. En este caso, la diferencia de edad sería muy pequeña, pero sería mucho mayor si uno de los gemelos se fuera de viaje en una nave espacial a una velocidad cercana a la de la luz. Cuando volviera, sería mucho más joven que el que se quedó en la Tierra. Esto se conoce como la paradoja de los gemelos, pero es sólo una paradoja si uno tiene siempre metida en la cabeza la idea de un tiempo absoluto. En la teoría de la relatividad no existe un tiempo absoluto único, sino que cada individuo posee su propia medida personal del tiempo, medida que depende de dónde está y de cómo se mueve. (Hawking 55-56)

Por supuesto, “dónde está” y “cómo se mueve” se encuentran definidos de manera importante por condiciones objetivas de vida y contextos socioeconómicos específicos que inciden, de manera directa, tanto en la esperanza de vida al nacer como en la intensidad del envejecimiento.

Con estos dos ejes del tiempo: tiempo no homogéneo y tiempos no absolutos, podía entender la existencia de intensidades diferenciadas del tiempo social, pero faltaba su expresión específica en la experiencia individual. Por supuesto que la aceleración del tiempo social propicia cambios importantes en la conciencia y en las perspectivas individuales, pero no me permitía una comprensión explícita de su efecto sobre las huellas corporales del tiempo. Fue a partir de la expresión coloquial “se le vinieron los años encima”, que pude entender esta dimensión. “Se le vinieron los años encima” refiere a un cambio de intensidad del tiempo inscrito en el cuerpo y se utiliza para señalar una suerte de envejecimiento acelerado, repentino o prematuro, una suerte de “enriquecimiento inexplicable”. Esta aceleración del proceso de envejecimiento puede originarse en una enfermedad, un accidente, una pena, una tragedia, un descalabro, o mediante el exceso de tensión o de miedo. Pero también ocurre por condiciones de vida desiguales, las cuales muchas veces implican carencias estructurales a partir de las cuales las personas viven desigualmente, condición que establece esperanzas, estilos y calidades de vida diferentes, así como distintas formas de envejecimiento. La intensidad del tiempo nos permite identificar formas desiguales de envejecimiento, pues el tiempo se inscribe en el rostro y en el cuerpo, y participa en la definición de proyectos y expectativas personales y sociales. El concepto de intensidad del tiempo social permite romper con la perspectiva de un tiempo lineal y comprender procesos sociales o individuales que marcan las discontinuidades sociales, como cuando Marx analizaba a la revolución como un periodo donde los tiempos históricos se comprimen; o personales, como ocurre cuando ciertos eventos producen un trastocamiento visible tanto en la conciencia como en la apariencia, situación que se manifiesta en la expresión popular “se le vinieron los años encima”.

Biocultura
Un elemento central en el análisis y el debate sobre los cambios en el proceso de identificación juvenil es el concepto de biocultura. Ésta participa como elemento central en la redefinición y reposicionamiento de los jóvenes en la sociedad global, frente a otros jóvenes y frente a ellos mismos. Entiendo a la biocultura como la centralidad corporal en la disputa social. La biocultura refiere a la semantización del cuerpo y la disputa por su control, pero también su participación como elemento de resistencia cultural o como expresión artística. De esta manera, se confrontan significados por medio del vestuario, como ocurre con los punks —quienes devienen murales ambulantes o murales nómadas que portan sus reclamos en la forma propia de vestir, en el cabello y en la gestualidad—, o la incorporación de tatuajes y perforaciones que aluden a la delimitación de poder sobre sí mismo, pero también es un importante sistema comunicacional de autoproyección y de búsqueda de imágenes desde donde se quiere ser interpretado por los otros. La biocultura también alude a la confrontación de la condición de la biopolítica, en la que el cuerpo es territorio de control y sometimiento. Pero el cuerpo, además, es lugar de resistencia definida, mediante el ejercicio de la sexualidad, la lucha por su control y la reproducción, o la gestualidad que, especialmente en el baile, escenifica su condición sexual frente a quienes intentan limitar el movimiento corporal y la cinética sexuada.

El cuerpo ha adquirido mayor presencia como recurso de mediación cultural. La biocultura participa de manera importante en un complejo entramado donde se articulan procesos de sujeción y resistencia, de normalización y transgresión, de control y libertad, de castigo y desafío, de sufrimiento y placer. Entiendo a la biocultura como la centralidad corporal que media procesos sociales más amplios y abreva, pero no se reduce a la dimensión de disciplinamiento y de política analizada por Foucault (1976). Éste centró su trabajo en las transformaciones de los procesos de disciplinamiento realizadas a través del cuerpo supliciado, en los cuales, hasta el siglo XIX, se ponderó la escenificación-espectáculo de la pena física. Posteriormente, cambiaron los métodos de control corporal al proceso penal, ocultándose el castigo y el sufrimiento corporal.1

El cuerpo y su control formaron parte del proceso político y de los entramados de la dominación, por lo que Foucault afirmaba que: “[...] el cuerpo está también directamente inmerso en el campo político; las relaciones de poder operan sobre él una presa inmediata; lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a más trabajos” (32). Para Foucault, el cuerpo se encuentra inmerso en relaciones de poder y dominación y se convierte en “fuerza útil” cuando deviene cuerpo productivo y sometido y el sometimiento se apoya en la tecnología de la representación, desde la cual se justifica el castigo y los controles corporales (32-33).

En el cuerpo anida el estigma de sucesos pasados y de él nacen —de manera conflictiva— deseos, fallecimientos y errores. El cuerpo es un registro de la vida, por lo cual Foucault lo consideraba como:

[...] superficie de inscripción de los sucesos (mientras que el lenguaje los marca y las ideas los disuelven), lugar de disociación del Yo (al cual intenta prestar la quimera de una unidad sustancial), volumen en perfecto derrumbamiento. La genealogía, como el análisis de la procedencia, se encuentra por tanto en la articulación del cuerpo y de la historia. Debe mostrar al cuerpo impregnado de historia, y a la historia como destructor del cuerpo. (14-15)

Foucault consideró que el poder se expone en el cuerpo, se introduce en él y es el centro de muchas luchas de disciplinamiento, incluidas las de padres e hijos, o entre los jóvenes y las instancias de control. Las relaciones de poder penetran en los  cuerpos. Las relaciones de poder sobre los cuerpos analizados por Foucault refieren de manera importante al control de la sexualidad, por lo que destacó que “existe una red de biopoder, de somatopoder que es al mismo tiempo una red a partir de la cual nace la sexualidad como fenómeno histórico y cultural en el interior de la cual nos reconocemos y nos perdemos a la vez” (156).

La biopolítica actual incorpora campos que no fueron discutidos por Foucault. Agnes Heller y Ferenc Féher (1995) recuperan el concepto de biopolítica desarrollado por Foucault, enfatizando que la modernidad ha expulsado al cuerpo de los sectores importantes de la vida social y lo emancipó “al democratizar la ley habeas corpus”, que permitió establecer la tutela de lo espiritual sobre lo corporal. Para ellos, la biopolítica comenzó con la fusión de lo higiénico con lo éticamente valorado y los movimientos biopolíticos se caracterizan por una captación de la vida centrada en la persona-cuerpo y la historicidad —necesaria— del potencial radical de la biopolítica, cuyo despliegue se origina en la vida cotidiana.

Giorgio Agamben (2006) desarrolló de manera sustancial el concepto de biopolítica, reflexionando sobre algunas limitaciones de la relación entre biopolítica, política y poder, que la muerte impidió desarrollar a Foucault, quien dejó pistas claras en su libro Voluntad de saber sobre la importancia del concepto, al destacar la transformación de la política en biopolítica, derivada del interés del poder estatal por la vida natural y la conversión de la especie y del individuo en objetivo de las estrategias políticas, con lo cual la vida biológica y la salud de la nación devinieron asuntos de gobierno y se convirtieron en intereses estratégicos del poder (Agamben 11). De manera específica, Agamben señala que para Foucault: “[...] el desarrollo y el triunfo del capitalismo no habría sido posible, en esta perspectiva, sin el control disciplinario llevado a cabo por el nuevo biopoder que ha creado los ‘cuerpos dóciles’ que le eran necesarios” (12).

Sin embargo, se extraña de que Foucault no haya utilizado el concepto de biopolítica para analizar los campos de concentración y la estructura de los Estados totalitarios del siglo XX, a los que considera “los lugares por excelencia de la biopolítica moderna” (Agamben 13). Enfatizando esta idea, Agamben considera que los enigmas que el siglo XX propuso a la razón histórica —entre los cuales destaca el nazismo— sólo pueden resolverse desde los ámbitos biopolíticos en los que se formaron (13). Al reconocer el aporte de Foucault, que rompe con las perspectivas tradicionales sobre el poder, basadas en modelos jurídico-institucionales y opta por el análisis de las formas mediante las cuales éste penetra el cuerpo de los sujetos y sus formas de vida, Agamben recupera el concepto de biopolítica, ubicando el objetivo de su investigación en el “punto oculto en que confluyen el modelo jurídicoinstitucional y el modelo biopolítico del poder” (15), y enfatiza diversos ámbitos de la biopolítica, entre los cuales coloca la interpretación del exterminio judío por los nazis, enfatizando su dimensión biopolítica sobre la jurídica y la religiosa: “[...] el judío bajo el nazismo es el referente negativo privilegiado de la nueva soberanía biopolítica y, como tal, un caso flagrante de homo sacer, en el sentido de una vida a la que se puede dar muerte, pero que es insacrificable” (147).

Al destacar la relevancia de la biopolítica, Agamben incluye en su interpretación diversos temas de la historia política contemporánea, tales como la eugenesia —ciencia de la herencia genética de un pueblo—, la vida indigna de ser vivida o la declaración de los derechos del hombre, y presenta una tesis contundente: “El campo de concentración y no la ciudad es hoy el paradigma biopolítico de Occidente” (230), afirmación que adquiere preocupante actualidad frente a la generalización de estados de excepción en materia de derechos humanos, especialmente con los campos de concentración estadounidenses en Abu Ghraib, Guantánamo y Europa, los miles de microcampos llamados “casas de seguridad”, donde se encierra a los secuestrados bajo las más crueles e inhumanas condiciones y donde, con frecuencia, resultan torturados, mutilados o asesinados los ahí enclaustrados. O los aprehendidos por grupos paramilitares, de narcotraficantes o las guerrillas. Nuevos temas deben analizarse desde la dimensión biopolítica, incluida la clonación, la tortura como práctica sistemática de muchos gobiernos, entre ellos el infame argumento de los altos mandos estadounidenses de que “el pocito” no es una práctica de tortura.

El concepto de biopolítica resulta imprescindible para comprender aspectos centrales de la dimensión política y el ejercicio del poder en nuestras sociedades. Sin embargo, considero que tanto en Foucault como en Heller, Féher y Agamben, el concepto de biopolítica adolece de importantes limitaciones dado su carácter lineal y unívoco. Esta condición se encuentra en Foucault, quien reduce el concepto al análisis de los dispositivos por medio de los cuales la vida natural y la especie se convierten en ejes fundamentales del ejercicio del poder estatal, incorporándose en las estrategias de poder como insumos para el disciplinamiento y el control del cuerpo y de la voluntad de las personas. Ésta sería la generación de cuerpos dóciles, obedientes y disciplinados. Por su parte, Agamben se interesa en el punto oculto donde se articula el modelo jurídico-institucional y el modelo biopolítico del poder, considerando al campo de concentración como paradigma biopolítico de Occidente.

Propongo el concepto de biocultura como concepto que nos permite interpretar las relaciones sociales de poder conformadas desde la centralidad de la disputa del poder sobre y desde el cuerpo. La biocultura implica la dimensión biopolítica definida desde el conjunto de dispositivos establecidos por los grupos dominantes para controlar, disciplinar y generar cuerpos disciplinados que actúen de acuerdo con sus intereses, en el sentido que le otorgan Foucault, Heller y Agamben, pero también implica la biorresistencia, definida como el conjunto de formas de vivir y significar el cuerpo por parte de personas o actores y grupos sociales en clara resistencia, disputa o desafío a las disposiciones biopolíticas. El objetivo de la biopolítica es el homo sacer, el de la biorresistencia es la disposición de decidir sobre el cuerpo propio. Sin embargo, la biocultura no sólo se define en la relación agónica entre biopolítica y biorresistencia, pues existen múltiples manifestaciones colectivas que participan en la definición del cuerpo significado. Los procesos de identificación mediados por el cuerpo implican, de manera importante, la dimensión biopolítica que refiere a la heteropercepción sobre el cuerpo de las y los otros, pero también alude a la autopercepción, en la que de manera explícita o implícita se conforman representaciones y prácticas que cuestionan y resisten a la normatividad, el orden jurídico, los sistemas de socialización y los imaginarios de la biopolítica. Existen múltiples procesos de vida y significación del cuerpo que no se definen frente a la biopolítica, lo cual no implica que no participen en otros campos sociales mediados por diversos campos de alteridad y de poder.

La biopolítica posee insoslayable centralidad como parte de las estrategias de poder —en las que existen amplias convergencias entre los poderes políticos, económicos y religiosos—, lo cual se manifiesta en muchos de los asuntos que inciden en la conformación del sentido de la vida en las sociedades contemporáneas y se expresa en las perspectivas de grupos de poder que intentan controlar a la mujer expropiándole la capacidad de decidir sobre su cuerpo, lo cual se presenta de manera visible en el debate sobre el aborto, los dispositivos de control de la sexualidad de las y los jóvenes, los marcos normativos para decidir sobre el consumo de sustancias ilegalizadas por el marco jurídico, el poder del mundo sistémico para imponer modelos de belleza que expande la anorexia y la bulimia entre las y los jóvenes, el control normativo sobre el vestuario y los accesorios. Como podemos apreciar, estos ejemplos que afectan de manera principal a la población joven, poseen un papel fundamental como insumos de la dimensión biopolítica. No obstante, ésta implica procesos sociales y formas diferenciadas de articulación con perspectivas culturales, ideológicas, políticas, estilos de vida, códigos de sentido, desde las cuales se conforman apropiaciones y recepciones diversas. La biopolítica intenta someter o canalizar la voluntad y la percepción de las personas, pero éstas no son esponjas que asimilan de manera acrítica los dispositivos y controles del poder. Los individuos y los grupos sociales conviven de manera reflexiva y crítica con esas disposiciones y generan diversos procesos de biorresistencia mediante los cuales disputan el control y el significado del cuerpo, como sucede con organizaciones y grupos que impulsan la despenalización del aborto o el consumo de drogas, o quienes se pronuncian por una mayor libertad sexual. También se encuentra la resistencia de una enorme cantidad de personas, quienes pese a las disposiciones dominantes, asumen la decisión de interrumpir un embarazo no deseado, consumir sustancias consideradas ilegales, utilizar su propio cuerpo como recurso expresivo a través de tatuajes, perforaciones, escarificaciones y alteraciones, o expresar su disidencia o transgresión al orden disciplinario por medio del vestuario.

No todas las biosignificaciones se conforman en el campo de disputa entre biopolítica y biorresistencia; también observamos múltiples formas de cargar de sentido al propio cuerpo como elementos importantes de identificación colectiva que no se corresponden con los ordenamientos definidos en la confrontación entre biopolítica y biorresistencia. Estas expresiones, definidas mediante estilos de vida, vestuario o el cuerpo significado, pueden denotar otros campos de disputa social, como ocurre con los vestuarios y tatuajes que definen a los diversos grupos juveniles y que, en ocasiones, pueden implicar hasta la confrontación física y, muchas veces, la muerte —como ocurre con los miembros de algunas pandillas—, o los elementos que definen a los grupos tolerados, quienes, sin obedecer al modelo prescrito desde la biopolítica, no son percibidos como amenazantes.

La biocultura incluye procesos complejos donde se articula la biopolítica, la bioresistencia y diversas formas de biosignificación que no se construyen en el campo de tensión de las anteriores. Este proceso implica diversos repertorios de adscripción y resistencia, pues una misma persona puede interiorizar la condición normativa de la biopolítica en el tema del aborto, pero transgredir la prohibición de consumir drogas, vivir una sexualidad discorde con la moral dominante, o pertenecer a un colectivo que utiliza el cuerpo como posicionamiento crítico a las perspectivas dominantes.

Educar en la vida
La educación escolar no debe considerar que “la vida está en otra parte” y que los grandes problemas y asuntos que inciden en la vida de niños y jóvenes no son asunto de las aulas; o que los asuntos de los medios masivos de comunicación –las drogas, el narcotráfico, las bandas y pandillas juveniles, y otros tipos de agrupaciones juveniles– no pasan por la escuela; o que a niños y a jóvenes “se les educa para la vida”, como si la vida estuviera en otra parte e iniciara cuando ellos dejan las aulas escolares.

Pensar la educación como parte del proceso cultural requiere problematizar los intersticios socioculturales que definen los mundos intra y extra escolares. Esta constatación no es novedosa y algunos autores, como Walter Benjamin, consideraron que la juventud es el principal vínculo entre la escuela y la cultura. Benjamin fue influido por sus maestros, el filósofo Gustav Wyneken y el pedagogo Heinrich Rickert, quien desde inicios del siglo XX consideró a la juventud como un estadio de vida específico, distanciándose de las perspectivas que consideraban a los jóvenes como un mero tránsito entre la infancia y el mundo adulto. Benjamin destacó que había que impulsar una cultura de la juventud apoyada en la escuela, por lo que la reforma escolar debía ser principalmente un movimiento cultural dirigido al pueblo que no debía quedar acotado a los confines escolares. Asimismo, reconocía que la escuela preserva el patrimonio humano en las nuevas generaciones, mientras que los jóvenes anticipan el futuro y que el círculo egregio se recrea en la relación entre juventud, escuela renovada y cultura (Benjamin 1993).

La escuela desempeña un papel insoslayable, aunque limitado, como parte de la formación cultural juvenil, entendida como el conjunto de procesos que participan en la definición de sentidos y significados de la vida. Las culturas se forman desde matrices significantes que incluyen y rebasan a los ámbitos escolares institucionales o legitimados.

¿Cómo integrar los diversos tipos culturales cuando el mundo se transforma de manera tan acelerada y la relación entre procesos prefigurativos, cofigurativos y posfigurativos se densifican?2 Para responder a esta interrogante habrá que analizar algunos de los principales elementos involucrados en la discusión, tales como el concepto mismo de juventud, sus procesos de socialización y los elementos que inciden en la definición y desarrollo de sus proyectos de vida, el papel de las instituciones y de otros condicionantes extraescolares, como los medios masivos de comunicación y los medios electrónicos, así como algunos agrupamientos que participan en la definición de las culturas juveniles, como son los espacios —barrio, clica, pandillas, redes, grupos y estéticas juveniles–, que por lo general quedan olvidados en el debate sobre educación y juventud.

La relación egregia entre escuela, juventud y cultura se ha vuelto más compleja que cuando Benjamin escribía La metafísica de la juventud (1993). Sin embargo, el planteamiento mantiene particular centralidad, especialmente frente a los proyectos educativos encapsulados sin relación con la vida social extraescolar de niños y jóvenes. Junto al encapsulamiento escolar, que pretende aislar los contenidos educativos de la realidad vivida fuera de las aulas, se presenta el encapsulamiento teórico, definido desde un teoricismo sin referencia directa con la realidad social y las experiencias que viven niños y jóvenes. En muchas ocasiones, el teoricismo encapsulado deviene panegírico o exégesis de textos y doxas legitimadas, recuperadas desde posiciones acríticas. Una pedagogía crítica parte de una posición reflexiva ante los procesos cognitivos escolares y los extraescolares, reflexividad que no sólo involucra la discusión de textos, sino también la discusión-transformación de la vida, o la educación como praxis transformadora, dialógica, activa, crítica y reflexiva como a la que se refirió Paulo Freire, una educación que, como práctica liberadora, se construye en la mediación de la experiencia individual y la realidad social (Freire 2002). Para este pedagogo, la educación confronta los rasgos narrativos, discursivos y disertadores de la “educación bancaria” y contrapone la dimensión humanista y liberadora de la “pedagogía del oprimido”, al afirmar que la verdadera reflexión crítica proviene de la praxis, que es reflexión y acción transformadora.

La educación ha perdido fuerza en el imaginario juvenil como elemento de movilidad social, al mismo tiempo que se presenta una fuerte disociación entre la educación escolarizada y las oportunidades laborales. En México sólo estudia 46 por ciento de los jóvenes y la deserción es sumamente alta, pues sólo ocho por ciento de quienes abandonan la escuela lo hacen porque terminaron sus estudios, situación atravesada por las presiones económicas, ya que cerca de 43 por ciento de quienes dejan de estudiar lo hacen por falta de recursos económicos, mientras que casi una cuarta parte lo hace para casarse. Así, la insolvencia económica participa de manera importante en la deserción escolar. Esta condición puede incidir en el hecho de que 70 por ciento de quienes desertaron de la escuela desean continuar estudiando bajo la premisa desgastada, pero no agotada, de que una mejor educación permite ganar más dinero y vivir mejor. La deserción también participa como fuente de insatisfacción en la trayectoria de vida, ya que la mitad de los jóvenes no se encuentran satisfechos con el nivel de estudios que poseen.

Con el crecimiento de las ciudades y los espacios urbanos, los jóvenes construyeron espacios propios dentro de sus barrios y colonias, en los cuales cargaron de sentido sus rutinas y estilos de vida. Las agrupaciones tópicas juveniles comenzaron a participar como mediaciones entre los espacios públicos y los privados. El barrio se conformó como ámbito intersticial entre ambos espacios y como ámbito de socialización juvenil, en el cual se conforman redes de servicios, favores, préstamos, afectos e intereses compartidos. El barrio es un espacio estructurado y estructurante de relaciones de poder (Valenzuela 1988 y 1997). La calle o el barrio son los lugares importantes de encuentro juvenil. Entre los jóvenes de los sectores populares y medios, el barrio participa como uno de los componentes fundamentales de socialización secundaria, donde se construyen códigos, sentidos, rutinas y, en general, praxis culturales desde las cuales los jóvenes significan la vida y conforman sus estilos y formaciones de vida. Por ello, el barrio participa como espacio donde se configuran diversas culturas juveniles y participa, de manera importante, en la educación de los jóvenes y, muchas veces, su fuerza constituye una argamasa identitaria más poderosa que la que se genera en el interior de los espacios escolares.

Durante el siglo XX se fortalecieron la expresión y expansión de las culturas, estilos, formaciones y praxis juveniles, las cuales se definen desde diversas maneras de articulación con las propuestas generadas desde las industrias culturales, o como formas alternativas y contestatarias, o simplemente como estilos distantes de los modelos legitimados, aunque muchas de ellas, de manera implícita o explícita, participan en la disputa por la significación de la condición juvenil, desarrollando sus propios códigos, representaciones e imaginarios, los cuales tienen una importante participación en la definición de las opciones de vida de los jóvenes. Sin embargo, la condición normalizadora de las escuelas muchas veces ni siquiera se preocupa por entender los significados que subyacen en el conjunto de símbolos incorporados en el vestuario, la epidermis que cubre al cuerpo significado —tatuajes, perforaciones, escarificaciones—, la gestualidad, los murales, los códigos del barrio, la clica o la pandilla, y prefieren prohibirlos antes que entenderlos, lo cual colapsa aspectos importantes de la comunicación y la capacidad de trabajo desde estos símbolos para comprender las culturas y las necesidades juveniles inscritas en estas expresiones.

En plena “era del conocimiento”, la educación en América Latina pierde centralidad como recurso preferente de movilidad social y pocos países latinoamericanos salen bien librados en la evaluación de la calidad educativa, además de que se descuidan los apoyos a la investigación básica y aplicada, y se limitan las opciones de innovación. Al mismo tiempo, la escuela tradicional sufre limitaciones importantes que se expresan en alta deserción y la atenuación de su capacidad definitoria de horizontes de futuro para los jóvenes.

En un mundo definido por importantes procesos globales, donde se manifiestan elementos intensos de conectividad, cercanía y simultaneidad (Tomlinson 1999), las relaciones de otredad y alteridad se adensan y se convierten en referentes de auto y hetero identificación. Por ello, Hopenhayn (2002), analizando la cobertura educativa en América Latina a partir de datos de la CEPAL y la UNESCO, destaca los altos desniveles de cobertura en educación secundaria y postsecundaria —la primaria posee altos niveles de cobertura—, indicando la importante deserción en la educación secundaria y una fuerte “elitización” en educación media superior y superior. Además, durante la última década se ampliaron las desigualdades a partir de los diferentes niveles socioeconómicos de pertenencia y se incrementó la brecha tecnológica frente a los países desarrollados. Hopenhayn identifica algunos problemas generales en América Latina, de cara a las reformas educativas: los logros educativos no han alcanzado el nivel requerido debido a una baja eficiencia y un insuficiente gasto social en educación, baja calidad de la misma —asociada a deficiencias pedagógicas—, contenidos inadecuados, desvinculación de los contenidos con los “modos de vida” y los “futuros laborales de los educandos”, desigualdad de los logros educativos en función de la condición socioeconómica y rural/urbana, así como problemas de gestión del sistema educativo. Junto a estos aspectos, se enfatiza la necesidad de apoyar la educación multicultural.

Entendemos a la cultura como el conjunto de elementos de mediación que participan en la definición de sentidos y significados de la vida. En este proceso, junto a la escuela han cobrado conspicua relevancia otros espacios, como los medios masivos de comunicación y las nuevas tecnologías, que han sido escasamente incorporadas en los procesos educativos escolares. Frente a esta situación, es importante ubicar la heteroglosia del aprendizaje, su recreación en ámbitos, medios y lenguajes diversos, cuya relación no necesariamente resulta armónica, pues aunque presentan convergencias, en muchas ocasiones las informaciones son contradictorias o antagónicas, mientras que en otras conforman diversos planos discursivos que no se tocan ni dialogan, por lo cual se unilateralizan algunas áreas de conocimiento. La recepción de los contenidos de los medios masivos de comunicación usualmente carece de las posibilidades dialógicas de los procesos educativos escolares y familiares, lo cual no significa que no se construyan campos dialógicos en torno a ellos conformados por miembros de la familia, amigos u otras personas; no obstante, es necesario buscar nuevas formas de integración de los medios en el proceso educativo escolar, así como nuevas formas de definición de la dimensión (in)formativa de los medios en los espacios extraescolares.

La Encuesta Nacional de la Juventud (ENJ 2003) indica que los medios masivos de comunicación, especialmente la televisión, poseen un lugar preponderante en el aprendizaje político de los jóvenes, al ser su principal fuente de información en este tema. Dentro de este escenario cobran fuerza las propuestas discutidas en el libro colectivo Iberoamérica 2002. Diagnóstico y propuestas para el desarrollo cultural, donde algunos destacados estudiosos de la educación analizaron las condiciones de la educación en Iberoamérica, entre cuyas propuestas destaca la de Guillermo Orozco de impulsar una “[...] pedagogía crítica de la representación [que busque el empoderamiento de las audiencias, y] que abra en la sala de clases el debate sobre la recepción de medios, asumiendo que la escuela es una institución entre otras que compiten por ejercer la hegemonía del conocimiento [...]” (322).

En el mismo sentido, Adriana Puiggrós enfatizó que:

La escuela y el aula universitaria están muy lejos de desaparecer, pero están profundamente cruzadas, demandadas e interpeladas por nuevas formas de comunicación, de tal suerte que los enunciados pedagógicos son constituyentes del discurso comunicacional y no un mero elemento externo. (344)

Asimismo, Lucina Jiménez López destaca que

Una de las contradicciones más grandes que vive la escuela son las tensiones entre la “currícula oficial” y la presencia del “currículo oculto”, profundamente permeado por las culturas masivas [...]. (353)

En esta línea de reflexión, Roxana Morduchowicz ubica a las identidades de los jóvenes en la intersección del texto escrito, la imagen electrónica y la cultura popular, considerando que una de las posibles razones del fracaso escolar derive de la incapacidad de la escuela de vincular estos aspectos, y afirma que: “la integración entre escuela y medios debe pasar, necesaria y fundamentalmente, por una verdadera y profunda educación en medios. Es ella, precisamente, la que da sentido a la pedagogía como práctica cultural” (64).

La pedagogía como praxis cultural se define desde la articulación de los ámbitos internos y externos a la escuela, tanto por los contenidos programáticos, los métodos de enseñanza y los paradigmas pedagógicos, como por el mundo social, axiológico y ético que define los sentidos y significados de vida de niños, niñas y jóvenes; sus marcos culturales y políticas educativas; las agrupaciones, asociaciones y redes juveniles; las relaciones de los jóvenes con las instituciones. No se puede educar o enseñar la democracia desde prácticas y relaciones antidemocráticas, y los valores deben ser vividos, no sólo declarados o memorizados. Por ello, importa la definición de nuevas praxis culturales juveniles y la apuesta por pedagogías críticas que, integradas en una educación asumida como praxis cultural transformadora, impliquen el compromiso con la modificación de esa realidad externa que (re)produce relaciones sociales desiguales permeadas por altos niveles de polarización de la riqueza, corrupción, inequidad, colonialismo mental, genocidios, violación de los derechos humanos, sexismo, discriminación, homofobia y perspectivas adultocráticas que limitan o bloquean las expresiones de las y los jóvenes que toman la estafeta para cargar de sentido al milenio que recién ha iniciado y que podrán dar forma a un nuevo proyecto civilizatorio comprometido con la dignidad humana.

Identidades juveniles
La juventud alude a construcciones heterogéneas históricamente significadas dentro de ámbitos relacionales y situacionales. Ubicar la condición histórica de los estilos de vida y praxis juveniles conlleva reconocer sus diversidades y transformaciones, por lo que el tema de las juventudes implica reconocer la dimensión diacrónica del concepto, pero también su heterogeneidad sincrónica, pues las expresiones juveniles han sufrido transformaciones importantes en el tiempo y presentan diferencias aun en los espacios sincrónicos donde los jóvenes construyen variados estilos de vida, procesos y trayectorias.

(…)

Las identidades juveniles son construcciones sociohistóricamente situadas y significadas. La juventud no es un sector social cristalizado, sino polisémico y cambiante. La comprensión de las juventudes y sus diversos sentidos implica conocer sus anclajes y adscripciones en un mundo complejo crecientemente globalizado. La juventud no es un campo social autocontenido, sino que se construye desde las diversas articulaciones con otras áreas de la realidad social que participan en la conformación de los sentidos de la condición juvenil. Los jóvenes y las juventudes son construcciones heterogéneas. Aunque insuficientes, en México y en América se han incrementado las etnografías sobre la juventud y que dan cuenta de los cambios y especificidades regionales, étnicas o de clase. Nuestra consideración sobre la juventud rebasa el determinismo biologicista. Los elementos biológicos conforman dimensiones referenciales de la condición juvenil, pero ésta no se agota en los procesos físico-biológicos, sino que posee connotaciones cuya comprensión corresponde al campo de las ciencias sociales. Incluso los cambios psicológicos se inscriben en procesos sociales más amplios, tales como la definición de nuevos proyectos civilizatorios, donde los jóvenes participan en la propia definición de tales representaciones juveniles y en la disputa por esas representaciones. Los jóvenes conforman identidades o identificaciones transitorias. Más allá de algunas perspectivas que se limitan a enfatizar los cambios físicos y biológicos —que incorporan una lógica lineal de niñez, adolescencia, juventud, madurez—, nos interesa enfatizar los cambios y sus significados e interpretar los sentidos desde los cuales se produce la semantización de esos cambios, su interpretación social y su inserción dentro de la dinámica sociocultural de la sociedad en su conjunto. (…)

Con frecuencia se enmarca a la juventud en las constantes alusiones a sus supuestos aspectos característicos, entre los cuales podemos destacar la proclividad a la violencia y al consumo de drogas, aspectos que tienen que ver con prácticas y conductas sociales que no se originan ni se limitan a los mundos juveniles, ni se encuentran relacionados con una especificidad concomitante a la juventud. En las últimas dos décadas, los estudiosos de la juventud han realizado importantes avances en la delimitación de la condición juvenil. En la mayoría de los textos se han abandonado las posiciones ónticas y esencializantes, así como la reducción de los jóvenes a poblaciones (in)definidas desde rangos de edad preestablecidos o a condiciones exclusivamente económicas, biológicas o psicológicas.

Las identidades sociales refieren procesos intersubjetivos inscritos en relaciones sociales históricamente situadas, por lo cual refieren a interacciones y representaciones complejas de lo individual y lo colectivo, pues la condición juvenil sólo adquiere sentido dentro del contexto social más amplio y en su relación con lo no juvenil. Las identidades juveniles sólo son entendibles en su historicidad y diversos trabajos dan cuenta de las grandes diferencias en las formas de participación social de las y los jóvenes en el largo tiempo de la historia. Además de ser históricamente construidas, las identidades juveniles son situacionales. Sólo adquieren sentido dentro de contextos sociales específicos, por lo que no pueden definirse como formaciones ónticas sino contextuadas. Esta dimensión situacional nos permite evitar generalizaciones homogeneizantes que poco ayudan a entender sus especificidades.

Las identidades juveniles son representadas, concepto que refiere a procesos de disputa y negociación entre las representaciones dominantes sobre la juventud, que son heterorrepresentaciones externas sobre los jóvenes, aunque en muchas ocasiones ellos mismos asuman estas representaciones. Conjuntamente con este proceso de heterorrepresentación se encuentran las autopercepciones, o la conformación de prototipos y formas de vida desde los propios jóvenes. En la medida en que estas autoadscripciones son heteróclitas, muchas de ellas pueden coincidir con los prototipos definidos desde las representaciones dominantes, mientras que otras establecen interacciones conflictivas por la representación colectiva de lo juvenil. Las auto y las hetero percepciones se inscriben en ámbitos relacionales desde los cuales se construyen los imaginarios colectivos sobre los jóvenes. Los elementos que definen a las culturas juveniles son construcciones selectivas, por lo cual se establecen en procesos sociales de disputa.

Las identidades juveniles remiten a la construcción de umbrales simbólicos de adscripción o pertenencia, en los que se delimita quiénes pertenecen al grupo juvenil y quiénes quedan excluidos. Esta condición define los procesos de aceptación y exclusión de las pachucas y los pachucos, las cholas y los cholos, las punks y los punks, las chavas y los chavos banda, etcétera. Las identidades juveniles son relacionales, por lo que, a diferencia de lo que piensan algunos teóricos de las posmodernidades, de los neotribalismos y de los particularismos, las identidades juveniles sólo tienen sentido en sus procesos de interacción con otros ámbitos sociales y en sus adscripciones socioeconómicas, de género y étnicas. Las identidades juveniles son cambiantes, se construyen y reconstruyen en la interacción social y no son adscripciones cristalizadas o esencialistas, ni están linealmente definidas por los procesos económicos o por otros campos relacionales ya señalados. Se construyen desde las condiciones socioeconómicas, pero aluden de manera central a comunidades hermenéuticas. Las identidades juveniles cotidianas se construyen en los ámbitos íntimos de intensa interacción. Sus referentes son cercanos, familiares, como ocurre en los barrios cholos, cuyas rutinas de vida se conforman desde las esquinas y en el espacio barrial expresan sus lealtades y desencuentros.

A diferencia de las identidades juveniles cotidianas, las imaginadas son comunidades de referencia desde las cuales se establecen nexos imaginarios de adscripción. En ellas se inscriben los movimientos punk, quienes han conformado redes internacionales de intercambio e interacción como referentes de mediación con las experiencias cotidianas de su nomadismo urbano. Las identidades juveniles se construyen a partir de relaciones sociales inscritas en redes de poder y, frecuentemente, la conformación de identidades proscritas se establece a partir del grupo socioeconómico que las asume.

Algunas culturas juveniles conforman redes metaidentitarias; no obstante, esto no significa que abandonen o cuestionen otros ámbitos de sus identificaciones sociales ni que, necesariamente, se alejen de sus identidades tradicionales. Con frecuencia, estas dimensiones son recreadas o, incluso, resemantizadas como elementos constituyentes de las identificaciones juveniles, como hace el cholismo con la Virgen de Guadalupe y algunas figuras patrias emblemáticas de la mexicanidad.

Más allá del origen de los referentes identitarios, importa comprender sus formas específicas de apropiación por los grupos juveniles y su participación en la conformación de códigos colectivos desde los cuales se establecen las disputas por la participación en la construcción del sentido social.

La conformación de otredades se realiza dentro de campos relacionales donde los jóvenes participan. Por ello tampoco existe un adulto genérico que funcione como alteridad para todos los grupos juveniles, pues éstos se definen desde campos específicos de interacción y posicionamientos de clase, etnia o género. Las alteridades, por lo regular, se conforman desde campos de interrelaciones estructuradas y en ámbitos de concertación, discusión y conflicto, definidas por condiciones de dominación-subalternidad, o atributos de centralidad-periferia. De esta manera, los cholos de México definen sus alteridades principalmente desde el campo de sus inserciones socioeconómicas, mientras que el cholo-chicano también atribuye centralidad a su condición étnica, teniendo como referente de alteridad a la cultura anglosajona dominante. Estos campos de interacción aluden a formas intensas de relación marcadas por una desigualdad que no implica al conflicto como condición necesaria, pues refiere a procesos complejos de complementariedad, rechazo, superposiciones, negaciones y disputas.

Todas las identidades son cambiantes; sin embargo, podemos establecer algunas distinciones. A diferencia de las identidades estructuradas/estructurantes que definiremos como “identidades perdurables”, como son las de clase, étnicas, nacionales o de género, caracterizadas por fuertes límites sociales de adscripción, los jóvenes conforman identidades transitorias. En el primero de los casos, las condiciones que definen al individuo le preceden y la mayoría de las veces le suceden, como ocurre con la identidad nacional y la adscripción a una clase social o grupo étnico. Aquí existen condiciones dadas que delimitan la trayectoria de vida individual, pero también se encuentran atributos que escapan a la elección individual, como ocurre con la condición sexual, definida biológicamente, aun cuando pueda alterarse, como ocurre con las personas identificadas como transgénero.

Por otro lado, la joven y el joven en lo individual, así como los grupos juveniles, son productos perecederos. Los tiempos biológicos y sociales integran y expulsan a los depositarios de la condición juvenil, pero ellos tienen mayor capacidad de participar en la elección del campo juvenil en que se inscriben. Por supuesto que esta capacidad de elección es relativa, pero las identidades transitorias refieren a límites de adscripción menos rígidos que los existentes en las identidades estructuradas.

Cierto que algunas personas hacen todo lo posible por borrar los elementos simbólicos que los identifican con su grupo étnico de pertenencia, que otros logran traspasar las fronteras de su clase de origen —principalmente en sentido descendente— y que algunos más cambian sus atributos físicos y sexuales mediante cirugías. Estas situaciones, importantes en sí mismas, son minoritarias. Por su parte, el joven y la joven tienen un espectro mayor de opciones. Sus posibilidades son diversificadas dependiendo de la situación clasista, étnica y de género, pues, como sabemos, las expectativas alegres de la vida juvenil refieren principalmente a los jóvenes de las clases medias y altas y excluyen a la mayoría de quienes pertenecen a los sectores más depauperizados, entre los cuales se encuentran muchos campesinos e indígenas.

Las identidades situacionales y transitorias se delimitan en relaciones sociales establecidas en tiempos y espacios específicos, pero las últimas se caracterizan por una especial delimitación cronológica que incide en su posicionamiento, desposicionamiento y reposicionamiento, pues existen tiempos sociales que la persona no puede trascender sin dejar de asumirse como joven, salvo en algunos casos patológicos de intelectuales orgánicos de las bandas, de representantes políticos de las juventudes y de quienes, en los umbrales de los cuarenta años, deciden que su vocación en la vida es... seguir siendo jóvenes.

Las identificaciones juveniles establecen nexos más intensos de reconocimiento cuando existen mayores similitudes en las condiciones objetivas de vida, por lo que las clases sociales juegan un papel importante en estos procesos de reconocimiento/exclusión. Sin embargo, conjuntamente con la atenuación de la importancia de la organización social centrada en el trabajo, han cobrado mayor presencia identificaciones gregarias cuyos referentes de interreconocimiento se establecen desde las industrias culturales y los medios masivos de comunicación. A estas formas de identificación las consideramos como identificaciones gregarias.

Reconocemos un peso creciente de las identificaciones gregarias conformadas en procesos de mediación con las industrias culturales, pero no compartimos las posiciones de quienes reducen las expresiones juveniles a la conformación de identidades a partir de la esfera del consumo, negando otros posicionamientos colectivos a los cuales nos hemos referido en este apartado.

Importa analizar las formas mediante las cuales los jóvenes y las culturas juveniles definen y representan a la sociedad, así como su ausencia o negación, ubicando los nudos de recreación, diferencia y conflicto. Como puede observarse en el graffiti y en otras expresiones juveniles, los jóvenes participan en la redefinición de los espacios sociales y conforman nuevos ámbitos rituales que son suyos y les diferencian de los establecidos por la sociedad global.

Las culturas juveniles conforman complejos procesos de ritualización-desritualización, que en sí mismos destacan la pérdida de funcionalidad de muchos de los ritos de paso tradicionales. En la medida en que la madurez biológica se ha diferenciado de los tiempos sociales, el ritual de los “quince” años ha cambiado su sentido, pues deja de simbolizar el tránsito de la niñez al mercado de la reproducción. Tampoco se asocia con la madurez ciudadana, pues para ello la joven deberá esperar tres o cinco años. Los procesos de desinstitucionalización trastocan la funcionalidad de los ritos de paso tradicionales. Incluso en el campo escolar, muchos de quienes conforman la minoría que logra concluir estudios profesionales saben que con ello no se garantiza una modificación cualitativa en sus condiciones de vida. Debido a estas situaciones, los jóvenes conforman sus propios rituales y cargan los espacios con sus marcas identitarias.

A diferencia de quienes apuestan a caminos unívocos definidos en el campo cultural a partir de los procesos de globalización, las identificaciones juveniles delimitan formas variadas de expresión, recreación y resistencia cultural frente a la desmodernización y el cosmopolitismo neoliberal.

Agrupaciones juveniles
Una característica de los movimientos sociales de los últimos años ha sido su mayor desarrollo en el campo cultural. Muchos de estos movimientos no sólo se definen a partir de las categorías de los conflictos políticos de periodos anteriores. Ahora, estas formas de acción social participan de una manera más amplia en la disputa por la construcción de sentidos colectivos y por la conformación o preservación de campos identitarios.

Consideramos como “acción social” aquella que se realiza a partir de objetivos compartidos y colectivamente definidos. La acción social remite a una construcción colectiva de sentido por parte de los actores que en ella participan. Por lo tanto, se diferencia de los actos de imitación o de agregado precisamente por la conformación de una visión común que orienta la participación de los individuos. Son creencias compartidas que permiten la conformación del sentido de la acción.

Estas interacciones socioculturales semantizan los espacios y cargan con nuevos sentidos a las relaciones entre lo popular y lo oficial o dominante. Así, surgen nuevas identidades colectivas que incorporan demandas, deseos y aspiraciones, muchas veces en contraposición con esas perspectivas dominantes y masificadas.

El movimiento implica la ruptura de la inercia cotidiana institucionalizada. Estos movimientos incluyen y trascienden a la adscripción laboral, incorporando nuevos frentes de disputa y conflicto en los cuales participa una gama heterogénea de actores sociales —muchas veces con intereses opuestos—, que buscan incidir en la organización y las representaciones sociales. Asimismo, cuestionan las formas de organización dominantes y sus formas de legitimación, incluyendo sus mecanismos de dominación cultural.

Algunos movimientos juveniles, como los funkies, los punks, los cholos o los graffiteros, a pesar de tener una dimensión internacionalizada, adquieren su verdadero sentido en la recreación y apropiación específica que realizan los jóvenes en la particularidad de los diversos países, por lo cual resulta equivocado recurrir a explicaciones simplistas que buscan constatar algunos elementos comunes para después explicarlo todo por medio de la globalización y el papel del consumo o el de los medios masivos de comunicación.

A diferencia de los movimientos y de la acción colectiva, las expresiones gregarias tienen importantes variaciones; lo relevante no es que no presentan una apropiación destacada de los elementos comunes como referentes identitarios que posibilitan la conformación de sentidos propios o apropiados, sino que el vestuario o el gusto musical se apega a los lineamientos marcados por las industrias culturales.

Las expresiones gregarias pueden devenir movimientos cuando existen procesos de apropiación y de resignificación por parte de núcleos significativos de quienes comparten la moda. Esto sucede, principalmente, entre los grupos subalternos, cuando los elementos que les caracterizan, independientemente de que provengan de las industrias culturales, se tornan amenazantes para la sociedad global que les estigmatiza y les lleva a asumir posiciones de grupo como recurso defensivo, como sucedió con los “rebeldes sin causa” de la década de 1950, o con algunas manifestaciones funkies y de grupos graffiteros.

Las perspectivas lineales de progreso y desarrollo como aspectos definitorios en la idea de futuro de la modernidad han perdido parte importante de su fuerza, dejando a grandes núcleos poblacionales mutilados en sus posibilidades de adscribirse a su horizonte de promesas. Entre ellos, una gran cantidad de jóvenes latinoamericanos interiorizaron la certeza de que el discurso del progreso no les corresponde, mientras que otros lo asumen de forma intensa y riesgosa en redes del narcomundo a partir de cálculos pragmáticos que derivan de la ausencia de opciones. A partir de los elementos presentados, podemos extraer algunas ideas generales sobre la conformación de las identidades y acciones juveniles, algunas de las cuales ya fueron presentadas.

1- Identificaciones gregarias, donde quedan comprendidas expresiones, estilos y gustos definidos por imitación. En esta categoría se encuentra una serie de conductas de agregado, donde los jóvenes participan de elementos comunes sin que necesariamente existan vínculos entre ellos. Este es el caso de las modas o de la adopción de estilos provenientes de contextos diferentes a los de quienes se identifican de forma gregaria, sin que exista una recreación. En este tipo de expresiones podemos encontrar diversas modas juveniles, tales como el “new wave” o los “urban cowboys”, en algunos países como México; y en varias ciudades estadounidenses el “rap” o el “break dance”. Se trata de la mímesis de jóvenes y adolescentes que siguen a un cantante de moda o a algún estilista famoso, o “lo que se está usando”. La moda refiere a un encuentro difuso, donde no existe inter-reconocimiento, presentándose una suerte de adscripción individual o de agregado; las industrias culturales tienen gran importancia en este tipo de identificaciones.

2- Red simbólica, que alude a formas de identificación en las cuales los jóvenes participan en la conformación del sentido de la red. Es una suerte de comunidad hermenéutica, una red de sentido que no posee una estructura de cohesión social fuerte entre el conjunto de quienes forman parte de la red. Las redes simbólicas son procesos de inter-reconocimiento entre sus miembros. En este caso encontramos movimientos como los punks, los funkies, los raperos estadounidenses y brasileños, o algunos grupos graffiteros, donde los jóvenes se saben parte de una red juvenil, se reconocen en la música, comparten situaciones lúdicas, se encuentran en los bailes y muchos de ellos son activos creadores de canciones, textos o espacios, donde dan cuenta de su situación en cuanto jóvenes pobres.

3- El grupo se caracteriza por poseer una estructura definida en la cual participan diferentes conformaciones de poderes y liderazgos. Los grupos poseen códigos más o menos explícitos, presentan una rutina cotidiana compartida, portan elementos que les identifican y diferencian de otros grupos.

Las identidades sociales son complejos procesos relacionales que se conforman en la interacción social. Existen diferentes formas de identificación, cuyos límites de adscripción se establecen principalmente por la posición de los otros y no por una definición grupal compartida que trate de ganar sus propios espacios de reconocimiento. Asimismo, existen sectores y grupos estigmatizados, para quienes la fuerza del estigma muchas veces conlleva la posibilidad de conformar procesos apropiados de identificación a pesar de las respuestas de la sociedad global y de sus grupos dominantes. Podemos identificar:

1- Identidades proscritas. Son aquellas formas de identificación rechazadas por los sectores dominantes, donde los miembros de los grupos o las redes simbólicas proscritas son objeto de caracterizaciones peyorativas y muchas veces persecutorias. Entre éstas encontramos desde agrupaciones políticas con posiciones ideológicas contrarias a los sistemas dominantes, grupos étnicos, grupos con adicción a las drogas, grupos religiosos, grupos nudistas o algunos grupos o redes juveniles, como ha sido el caso de los beatniks, los pachucos, los hippies, los cholos, los punks, los chavos banda, los funkies.

2- Grupos tolerados. Su presencia no conlleva una posición que implique una toma de posición de los sectores fundamentales de la sociedad global. En este caso se encuentra una gran cantidad de clubes y asociaciones cuyos objetivos y prácticas no incomodan a los guardianes de la integridad moral o ideológica dominante.

3- Grupos fomentados. Son agrupaciones estimuladas y apoyadas por los grupos  dominantes. Entre éstos encontramos diversas asociaciones juveniles insertas en las estructuras de los grupos detentadores del poder religioso, político o económico, tales como las juventudes de los partidos políticos en el poder, las asociaciones de jóvenes católicos, rotarios, leones, cámaras junior, etc. Este tipo de agrupamientos constituyen canales fundamentales para el relevo generacional de los grupos dominantes.

Hablar de las culturas juveniles, sus praxis culturales y sus estilos de vida en relación con los procesos culturales y educativos requiere discutir su condición relacional, pues los grandes temas y problemas que definen los procesos de vida juveniles no son ajenos a los grandes problemas de los proyectos sociales dominantes; por el contrario, se encuentran insoslayablemente articulados a sus deudas, sus desigualdades y sus promesas incumplidas. La realidad de nuestros países muestra grandes diferencias en los procesos de envejecimiento a partir de la adscripción étnica y de clase. En gran parte de las áreas campesinas o indígenas, e incluso en muchas zonas populares, los niños se involucran en procesos de prematuro adultecimiento, donde su vida se define desde los marcos del trabajo y no a partir de las ofertas del consumo.

Los puntos anteriores corresponden a la condición histórica y situacional del concepto de juventud, que también es relacional, pues implica la identificación contextual de los procesos en los cuales se inscribe. No se pueden definir las características de los jóvenes sin considerar lo no juvenil y su campo de interrelaciones.

Identidad nacional y contextos globales
A pesar de su deterioro, no hemos vivido la muerte de las identidades nacionales. Esta condición se pude apreciar desde los fuertes conflictos nacionales que se viven en la actualidad hasta su escenificación en las competencias deportivas, como el fútbol, en las que, además de identificarse con los colores del país y pintarse las banderas en la piel, las personas aprovechan los enfrentamientos deportivos para escenificar sus lealtades.

Aunque existen cambios que aluden a procesos de desterritorialización y reterritorialización, también observamos nuevos fortalecimientos de identidades y tradiciones. Ejemplo de ello puede ser lo que está ocurriendo en Chiapas o en las comunidades mixtecas y zapotecas que viven en Estados Unidos, las cuales poseen anclajes muy fuertes con sus lugares de origen y muchas continúan participando en los cargos tradicionales de su comunidad.

Otro elemento que nos permite comprender cómo se reconstruyen las comunidades hermenéuticas son, precisamente, algunas comunidades juveniles, discusión sobre la cual es frecuente escuchar posiciones dicotómicas. Por un lado, se encuentran quienes hablan de la introducción de las computadoras en la vida cotidiana como el eje de la redefinición de las formas de construcción de sus sentidos de vida y sus mapas cognitivos; el ejemplo extremo es el ser digital de Nicholas Negroponte, quien plantea que la división cultural básica que se va a producir en nuestras sociedades ocurrirá a través de tipos generacionales, y estos cambios producirán nuevas fronteras-barreras, principalmente entre gente informada y gente desinformada, entre los sobreexpuestos a los medios electrónicos y los subexpuestos, los ricos y pobres en información, los bitnics —pero no la generación beat, sino bit del lenguaje técnico computacional—, y que será esta dimensión de las identidades globalizadas, planetarias, la que se podrá cazar en los ciberespacios. Negroponte (1996) cae en este sesgo genético al señalar que la incorporación de las computadoras tendrá una naturaleza genética porque la digitalización irá creciendo en nuestra vida e irá apropiándose de las conductas y de las formas de estructuración de las emociones, además de convertirse en un elemento central como mediador de las relaciones afectivas (Negroponte 1996). Frente al ser digital se han desarrollado propuestas, como el homo videns de Sartori, que se ubican en una posición distante a la del campo difuso de la virtualidad (Sartori 1998). Resulta necesario discutir cómo se articulan los elementos electrónicos, las redes sociales construidas a partir de redes cibernéticas con otros campos, desde los cuales se construyen las diferentes identificaciones en las que cobran vida las y los jóvenes.

Conocemos la forma como se construye la relación de los jóvenes con muchos de los productos culturales globalizados. Esto podemos percibirlo cuando observamos a los niños chinelos en Xochimilco que llevan junto a los símbolos supuestamente prehispánicos de su atuendo un Mickey Mouse (Salles y Valenzuela 1997). La mirada externa inmediatamente pensaría en la desnacionalización y la pérdida de identidad en esta comunidad, pero cuando uno trabaja más a fondo encuentra que son incorporaciones que participan en campos rituales de reproducción de identidades tradicionales.

Discutir la relación entre identidad y consumo en las culturas juveniles en ámbitos globales requiere establecer algunas precisiones. Desde algunas perspectivas europeas o estadounidenses tuvo mucha fuerza la idea de que las identidades juveniles obedecen a la lógica del consumo y que los jóvenes ya no se definen por los anclajes de clase, ni étnicos, ni por su posicionamiento dentro de la estructura social, sino por una cierta uniformidad derivada del acceso al consumo estandarizado y globalizado. Agnes Heller hablaba de juventudes definidas por sus prácticas de consumo, posición que invisibiliza a millones de jóvenes cuyas vidas transcurren por fuera de estos canales de acceso a los productos que, supuestamente, definen a una juventud “global”. Tampoco poseen computadora ni tienen acceso a los grandes mercados donde pueden adquirir esos productos globalizados. Sin embargo, resulta necesario discutir cómo se están redefiniendo sus campos de consumo y su vinculación con la construcción de identificaciones juveniles, o en las identificaciones gregarias o modas que han producido series de “modelitos a escala” de Gloria Trevi, Tatiana, Selena, Fey, RBD y otras. También podemos observar conductas de consumo juveniles, en las que existen construcciones colectivas del sentido del consumo desde las cuales constituyen umbrales de adscripción y diferencia como jóvenes y una fragmentación de las perspectivas homogeneizantes.

Sin minimizar su enorme relevancia ni olvidar las perspectivas que ponderan desmesuradamente la condición virtual de los jóvenes como seres digitales, resulta necesario considerar que en México 28.5 por ciento de los jóvenes tienen acceso a Internet desde su casa (la proporción con acceso a Internet en casa se incrementó 4.6 veces en la última década) (ENJ 2010). Los jóvenes mexicanos se encuentran infradotados de equipamiento comunicacional.

Las identificaciones juveniles son siempre relacionales, por lo cual habría que ubicar de manera mucho más detallada los elementos comunes entre jóvenes y no jóvenes, así como entre jóvenes de diferentes contextos nacionales e internacionales. En este sentido, resulta necesario discutir de manera más amplia las percepciones e interpretaciones sobre la conformación de las juventudes y los campos globalizados. Estos campos y referentes globalizados aumentan en nuestras sociedades, pero también se recrean posicionamientos vinculados con los anclajes culturales profundos.

Me parece central problematizar las concepciones homogeneizantes sobre la juventud, especialmente desde las perspectivas elaboradas en los países con mayor desarrollo económico, que construyen esquemas interpretativos supuestamente “universales”, pero también desde algunas posiciones desarrolladas en nuestros países, donde no se consideran las heterogeneidades internas o las profundas desigualdades sociales. En México podemos encontrar importantes diferencias entre las esperanzas de vida de algunos sectores campesinos e indígenas y los sectores de más altos ingresos. Estos elementos deben de ser recuperados y observados con lupa para prever que la desigualdad no se pierda entre las unidades promedio, sobre todo cuando hablamos de condiciones de desigualdad tan abismales como las que ocurren en nuestro país: tenemos 25 personas con ingresos superiores a los de 25 millones de habitantes y al hombre más rico del planeta. También resulta inapropiado reconstruir posiciones homogeneizantes de la juventud cuando tenemos cerca de diez millones de personas adscritas a los pueblos indios. En México, los debates sobre la cuestión étnica poseen centralidad indiscutible para la definición de los rostros de un nuevo proyecto social. No pueden soslayarse las heterogeneidades sociales que conforman nuestro país, situación donde las diferencias étnicas y de género poseen enorme relevancia. Estas diferencias sociales nos obligan a tejer de manera fina los elementos que otorguen sentido a los campos relacionales desde los cuales se conforma la juventud.

Vulnerabilidad
La población latinoamericana, y en especial la juvenil, vive atrapada en fuertes condiciones de vulnerabilidad. Considero la condición de vulnerabilidad a partir de la atenuación de los soportes que conforman las certezas en la definición de los proyectos de vida de las personas y los dispositivos sociales que las posibilitan. La vulnerabilidad social de la juventud latinoamericana se define por el incremento de la pobreza, el desempleo, subempleo, informalidad y precarización laboral, los embates contra los sistemas de pensiones y jubilaciones, la afectación a los derechos y conquistas sindicales, la disminución de la cobertura y acceso de los servicios de salud, la atenuación del sistema educativo como elemento asociado a la movilidad social, el crecimiento de la violencia y la inseguridad.

La vulnerabilidad social afecta principalmente a los pobres, a los jóvenes, a los indios y a las mujeres. El 11 de julio de 2006, Thoraya Ahmed Obaid, directora ejecutiva del Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA), informó que existen más de 500 millones de jóvenes entre 15 y 24 años de edad que sobreviven con menos de dos dólares diarios, que 96 millones de las mujeres jóvenes de los países en desarrollo son analfabetas y que cada año seis mil jóvenes se infectan de Sida (VIH/SIDA) (Obaid 2006). En el mismo sentido, Arie Hoekman, representante de UNFPA en México, destacó que la mitad de la población del planeta tiene menos de 25 años y la mayoría vive en países en desarrollo.

En el escenario delineado, la condición de género tiene un papel relevante, pues según datos de 1996, 238 millones de jóvenes viven con menos de un dólar diario; la pobreza afecta principalmente a las mujeres y cerca de 96 millones de mujeres y 57 millones de hombres jóvenes son analfabetos; asimismo, 88 millones están desempleados. Además, 78 mil mujeres de 15 a 19 años mueren anualmente por complicaciones de abortos realizados en condiciones de riesgo y la mitad de los nuevos casos de VIH/SIDA ocurren entre jóvenes (hombres y mujeres) de 15 a 24 años, de los cuales 62 por ciento corresponde a mujeres (Hoekman 2006).

También se presentan nuevas formas de relación con la muerte entre los jóvenes, algunas de las cuales poseen altas dosis de necrofilia o incorporan a la muerte como elemento cercano de sus rutinas cotidianas. Esta relación filial con la muerte incluye a la muerte simbólica, como el caso de los góticos y los darks, o la muerte como vacío existencial. Además de la apropiación simbólica de la muerte, observamos su apropiación como presencia cotidiana; esto ocurre claramente en el mundo de los sicarios, las gangs, los bandidos o las maras. En ella se expresan jóvenes en cuyas rutinas de vida participa la muerte. Además, se encuentran otras formas de muerte artera construidas mediante rivalidades grupales entre los propios jóvenes que tienen como desenlace el enfrentamiento. Otro ejemplo de lo anterior es la exposición consciente de algunos jóvenes al VIH/SIDA, en aras de mantener la cohesión de sus grupos de pertenencia.

Existe una transformación de la forma de relación con la muerte que alude no sólo a las formas de imaginarla, sino de incorporarla en el proceso vida-muerte desde la cotidianidad. Avanzar en la comprensión de estos procesos resulta imprescindible, especialmente si consideramos el incremento en los índices de suicidio en nuestro país: sólo en 1999, casi 20 mil mujeres jóvenes intentaron suicidarse, de las cuales 278 lo consiguieron.

Desiderata y expropiación de la esperanza. Futuro
A pesar de la felicidad declarada, observamos la expropiación de la idea de futuro como progreso entre muchos jóvenes y la idea de juventud como moratoria. Esto no implica que las y los jóvenes no tengan proyecciones de futuro, sino el ensombrecimiento de sus perspectivas debido a que muchos de ellos son conscientes de que posiblemente apenas lleguen a los 25 años de vida y prefieren esa opción frente a la ausencia de oportunidades o las condiciones miserables que se les ofrece.

Observamos una recomposición social caracterizada por la expropiación de la idea de futuro. Pérdida que se acrecienta confrontada con el énfasis delirante en el consumo como parámetro del éxito social. Muchos jóvenes —cholos, bandidos, mareros, sicarios— prefieren optar por la posibilidad de acceder a estos factores, incluso asumiéndose como “target” (como un blanco). Para ellos la muerte es presencia artera y cotidiana y asumen el riesgo con los costos que conlleva frente a las “opciones” disponibles que prefieren no vivir.

La expropiación de la esperanza de millones de jóvenes nos obliga a una reflexión sobre la evanescencia misma de la juventud. Vivimos un importante proceso de (des)juvenilización, con lo cual me refiero a la difuminación de la idea de la juventud como grupos en moratoria social, así como la disminución del campo asistencial conformado por las políticas estatales y muchas de las seguridades que ofrecía el colchón familiar y las redes familiares. La condición multicultural y heterogénea de los jóvenes nos lleva a considerar una juventud que se separa del relato moderno sobre la juventud y se redefinen los canales de socialización primaria y secundaria que le otorgaron sentido a esos relatos, como la familia y la escuela —que siguen teniendo un papel importante—. Existen múltiples formas de estructuración y de arreglos entre los propios jóvenes, así como de estructuración y de desestructuración familiar. Además, se presentan importantes cambios en las opciones de empleo y una evidente separación entre educación y trayectorias militares, aunque la opción de ingresar al ejército como estrategia de sobrevivencia sigue siendo válida para muchos campesinos y personas pobres. El servicio militar posee un papel ínfimo como estrategia de socialización y como rito de iniciación, mientras que la educación se atenúa y pierde capacidad de convocatoria entre los jóvenes, al mismo tiempo que disminuye su prestigio social.

Más allá de los soportes individuales y colectivos que mantienen la esperanza y los proyectos de futuro, resulta evidente que las trayectorias juveniles se encuentran claramente diferenciadas a partir de aspectos estructurados como el grupo social de pertenencia. En México y en América Latina, la desigualdad es uno de los principales factores que inciden en la conformación de las opciones de vida disponibles para la juventud, no sólo por los procesos de exclusión que genera, sino también por el peso del capital social como recurso de movilidad o, de manera más drástica, por la expulsión y desplazamiento de una gran cantidad de jóvenes que se ven obligados a abandonar sus lugares de origen. Esta situación, lejos de mejorar se mantiene o empeora, a la luz de la información reciente del Banco Mundial, que destaca que 50 por ciento de los mexicanos se encuentran en la pobreza y que se mantienen niveles injustificables de desigualdad en la distribución del ingreso —diez por ciento de los más ricos reciben entre 40 y 47 por ciento del ingreso nacional, mientras que el diez por ciento más pobre percibe entre dos y cuatro por ciento—. También se hace referencia al fracaso de programas generados para combatir la pobreza por parte del gobierno federal y se cita el caso de Procampo, que no beneficia a los más pobres, sino a personas que no requieren apoyo —se destaca que 43 por ciento de los beneficios del programa se le entregaron a 20 por ciento de la población de mayor ingreso—. Por supuesto, y como hemos venido destacando a partir de la ENJ (2005), los jóvenes se encuentran en desventaja socioeconómica frente a la población mayor de 29 años y existe una clara inoperancia de los sistemas educativos, laborales y de salud para generar condiciones de vida digna entre estos sectores de la sociedad, al mismo tiempo que, pese a la existencia del derecho de admisión en muchos de los campos sociales donde los jóvenes no tienen credencial de ingreso, ellos muestran inconformidades selectivas con expresiones de rechazo y desconfianza hacia los partidos políticos y algunas figuras públicas, como los políticos y los policías, así como bajos niveles de calificación a diferentes órdenes de gobierno, al mismo tiempo que expresan altos niveles de satisfacción y una baja participación en agrupamientos y asociaciones.

El otro gran eje de la producción y reproducción de la desigualdad y la vulnerabilidad social se corresponde con la condición de género; más allá del notable incremento del acceso de las mujeres a los campos educativos, subsisten importantes diferencias y desigualdades en las oportunidades laborales, en la obtención de recursos y en la asignación de poderes en ámbitos públicos y privados; no hay que olvidar que son mujeres el 70 por ciento de los 1.300 millones de pobres que existen en el mundo, condición que se complementa con una significativa prevalencia de perspectivas tradicionalistas y patriarcales en los imaginarios sociales juveniles.

Las instituciones sociales proveen mecanismos de regulación de las relaciones sociales y las interacciones, a través de normas y marcos jurídicos y axiológicos; por ello, discutir las pertenencias, adscripciones y membresías juveniles requiere ubicar las condiciones sociales que permiten o impiden las opciones de inclusión en ámbitos estructurados, formales e institucionales, así como en espacios informales y alternativos. Las oportunidades y las condiciones de acceso-exclusión social inciden en la definición de las trayectorias de vida juveniles y en las formas a través de las cuales los jóvenes negocian, conservan o abandonan la desiderata que orienta sus trayectorias y opciones de vida, y definen sus límites y sus rutas posibles. Estas trayectorias no sólo se definen a partir del esfuerzo individual, sino que se inscriben y se encuentran acotadas por el conjunto de elementos que delinean las opciones y oportunidades sociales disponibles. Estas opciones de inclusión-exclusión en ámbitos formales e institucionales están definidas por aspectos estructurados y son de gran importancia en los accesos, adscripciones y pertenencias juveniles dentro de los espacios sociales y los canales de movilidad social ascendente, así como en la posibilidad de generar proyectos de vida digna, condición negada a la mayoría de la población y, de manera especial, a la gran mayoría de los jóvenes para quienes la vulnerabilidad y la precarización son certezas presentes que alimentan temores fundados de incertidumbre como imaginario de futuro.

Durante la segunda mitad del siglo XX la población vivió dinámicos procesos de urbanización. Éstos, conjuntamente con el desarrollo de la industrialización y los consiguientes cambios en la composición de la fuerza de trabajo, participaron en la conformación de nuevas formas de interacción e identificación social.

A inicios del siglo XX, más de 70 por ciento de la población latinoamericana vivía en zonas agrícolas, situación que cambió de manera drástica, sobre todo a partir de los milagros económicos de la posguerra, de tal suerte que entramos en un nuevo milenio con una población principalmente urbana, pues tres de cada cuatro personas viven en las ciudades, donde las situaciones son de desarraigo, reterritorialización, miseria creciente, desempleo, devaluación del trabajo y de la educación como recursos de movilidad social, además de que la violencia y el narcotráfico parecen componentes imbatibles.

Los modelos neoliberales impulsados en América Latina han tenido efectos devastadores sobre las condiciones de vida de la mayoría de sus habitantes y han producido importantes incrementos en los niveles de desigualdad en la distribución del ingreso. Se agudizó la inaccesibilidad a la vivienda, se incrementó el desempleo y se abatió la capacidad adquisitiva del salario. Frente a este escenario, la migración nacional e internacional se presenta como opción única de mejoramiento en las condiciones de vida para muchos latinoamericanos.

En los últimos años nos han dejado una población latinoamericana más pobre, más vulnerable, más endeudada y más dependiente. Los indicadores económicos muestran escenarios sociales caracterizados por el empeoramiento en la distribución de los ingresos en la mayoría de los países latinoamericanos. Han sido muy altos los costos sociales del neoliberalismo y las condiciones de desarrollo de millones de personas son difíciles, situación que resulta particularmente desesperanzadora para la población joven.

Los estudios juveniles: un modelo para armar
Aunque se ha logrado un importante avance en la comprensión de diversos fenómenos juveniles desde acercamientos cualitativos, se ha descuidado la producción del conocimiento “macro” y “cuantitativo” que nos permita enfatizar homogeneidades y diferencias no perceptibles desde las comparaciones etnográficas. En América Latina hemos avanzado más en los estudios hermenéuticos y sobre las formas de semantización de las condiciones juveniles que en la elaboración de investigaciones de macroprocesos y macrotendencias inscritas en los fenómenos juveniles.

La incorporación de la experiencia acumulada y un intenso diálogo colectivo ha permitido construir un esfuerzo de interpretación sobre las y los jóvenes en América Latina, punto que también nos permite rearticular muchos de los saberes y conocimientos y regresar a ellos desde una condición espiraloide para realizar nuevas etnografías y nuevos estudios de interpretación de los elementos simbólicos que participan en su definición.

La complejidad de los procesos juveniles nos demanda avanzar en perspectivas teóricas que permitan interpretar los procesos interregionales, las estructuras socioculturales de género, así como la relación campo-ciudad desde miradas no dicotomizantes. El reto es lograr que las generalizaciones no nos lleven a perder la especificidad ni a ocultar la profunda desigualdad que existe entre los diferentes grupos juveniles.

En América Latina existe una importante ausencia de trabajos históricos sobre la juventud, como los esfuerzos de largo aliento que se han realizado en otros países, particularmente estudios como el coordinado por Giovanni Levi y Jean-Claude Schmitt (1996). Al mismo tiempo, es necesario dialogar críticamente con los trabajos panorámicos sobre la “juventud universal”, en los que desde perspectivas autorreferidas, simplemente se ignora o se periferiza tanto a los jóvenes latinoamericanos, asiáticos o africanos, como los estudios que sobre ellos se han realizado. Al mismo tiempo, estas recreaciones deben construirse con enfoques de género que eviten la condición opaca a la que se ha reducido la participación de las mujeres como parte de los movimientos y los grupos juveniles.

A pesar de la preocupación por incorporar la historicidad como elemento definitorio de la condición procesal de las identidades juveniles en algunas de las investigaciones sobre la juventud en América Latina, es importante profundizar sus historias, pues en esta dimensión procesal adquieren sentido las identificaciones juveniles.

Se ha incrementado la participación en la intensa disputa de los jóvenes por la representación de la condición juvenil. Muchos de ellos no aceptan la heterorrepresentación vertical que les asigna identidades etiquetadas; por el contrario, observamos una intensa lucha por la semantización de las diferencias y de la representación de la condición juvenil. Además, las perspectivas de representación de los cambios sociales están siendo pensadas por los propios jóvenes. Es importante avanzar en los estudios sobre representaciones juveniles y la disputa por esas representaciones. Muchos jóvenes no aceptan las imágenes manidas y absurdas que los consideran como un “sector externo a la sociedad”, de lo cual se desprendería el objetivo de buscar mecanismos para su supuesta inserción o integración social, como si “la sociedad” fuera algo ausente o ajeno a ellos. Los jóvenes forman parte de la sociedad y participan en el complejo entramado social del cual son (re)productores y (re)creadores y (re)presentadores; por ello, “los problemas de los jóvenes” se encuentran concomitantemente vinculados con los grandes problemas de nuestras sociedades y sólo tendrán atención adecuada mediante la conformación de proyectos sociales y civilizatorios que asuman no sólo que los jóvenes son un recurso para el desarrollo, sino que el desarrollo social debe ser un recurso para las juventudes y para la humanidad en su conjunto.

 

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Notas
1 Sus centros de investigación fueron las cárceles, los hospitales, las clínicas y los talleres.

2 Margaret Mead (1990) destacó tres tipos de cultura, referida a los procesos de aprendizaje: la posfigurativa, en la que los niños aprenden primordialmente de sus mayores; la cofigurativa, en la que tanto los niños como los adultos aprenden de sus pares, y la prefigurativa, en la que los adultos también aprenden de los niños. Mead consideraba que esta última es un reflejo del periodo en que vivimos y argumentaba que: “Las sociedades primitivas y los pequeños reductos religiosos e ideológicos son principalmente posfigurativos y extraen su autoridad del pasado. Las grandes civilizaciones, que necesariamente han desarrollado técnicas para la incorporación del cambio, recurren típicamente a alguna forma de aprendizaje cofigurativo a partir de los pares, los compañeros de juegos, los condiscípulos y compañeros aprendices. Ahora ingresamos en un periodo, sin precedentes en la historia, en el que los jóvenes asumen una nueva autoridad mediante su captación prefigurativa del futuro aún desconocido” (Mead 35).